Por JOSE MIGUEL
ALZATE
Las casi setenta
páginas del primer capítulo de “El amor en los tiempos del cólera”, la novela
de Gabriel García Márquez donde se narra la historia de amor entre Fermina Daza
y Florentino Ariza, son un compendio afortunado sobre la existencia de un
hombre que, según el novelista, tuvo una presencia activa en la vida social de
Cartagena a finales del siglo XIX y principios del XX. Juvenal Urbino, el
médico que encuentra la muerte cuando, al intentar atrapar el loro de su casa,
que está resguardado en un palo de mango, la escalera se resbala, es un
personaje que parece sacado de la historia misma de esa ciudad. Miembro de una
familia de abolengos, se moviliza en un coche arrastrado por caballos, asiste a
misa todos los días, lee buena literatura y es un empedernido jugador de
ajedrez.
En sus tiempos mozos,
Juvenal Urbino se caracterizó por conquistar mujeres hermosas. Apuesto, bien
vestido, culto, de familia adinerada, despertaba admiración entre las féminas.
Se ganó el respetó de la sociedad no solo por su prestancia social y su formación
profesional, sino porque contribuyó a crear instituciones que le dieron
prestigio a la ciudad. Con su compromiso cívico, logró el apoyo de la
ciudadanía para crear el Cuerpo de Bomberos, hacer realidad el mercado público
cubierto, construir el primer acueducto de la ciudad y darle vida a los Juegos
Florales, que patrocinó durante muchos años. Se convirtió en un líder cívico
acatado. Pero nunca aceptó cargos públicos. Criticaba a los médicos que “se
valían de su prestigio profesional para obtener posiciones políticas”.
Juvenal Urbino
conquistó a Fermina Daza después de mucho insistir. No obstante ser uno de los
solteros más apetecidos de Cartagena, no le fue fácil llegar al corazón de la
agraciada muchacha de dieciocho años que lo trastornó desde el primer momento
en que la vio. Ni siquiera recurriendo a los buenos oficios del papá, Lorenzo
Daza, que lo quería como yerno, pudo convencerla de que fuera su novia. Tampoco
fue suficiente la ayuda de la monja que dirigía el colegio donde ella
estudiaba, que le ofreció recibirla de nuevo en el plantel si aceptaba el amor
del médico. Fue su prima Hildebranda Sánchez quien la convenció de que el
hombre era un buen partido. Lo logró después de que él las rescató de una turba
que las trató mal cerca al Portal de los Escribanos.
Juvenal Urbino convive
con un sinnúmero de animales exóticos que fueron entrando a la casa contra su
voluntad, sólo para satisfacer los deseos de su mujer, que tenía una rara
idolatría por ellos. Perros dálmatas con nombres de emperadores romanos,
ciervos que se comían los anturios de los floreros, “gatos abisinios con perfil
de águila” y guacamayas que se paseaban orondas por los corredores, llenaban
los espacios. Eso fue hasta la madrugada en que un grupo de ladrones entraron a
la casa forzando una ventana para robarse un juego de cubiertos de plata. Ese
día, para curarse en salud, no solo dijo que no aceptaba más animales, sino que
“puso candados dobles en las argollas de las ventanas” y adquirió la costumbre
de dormir con el revólver debajo de la almohada.
Su casa en el barrio
Manga, que mandó a construir después de vender la que fuera residencia del
Marqués de Casalduero, fue el espacio donde vivió sus mejores momentos con
Fermina Daza. Era una mansión de habitaciones inmensas, “con seis ventanas de
cuerpo entero sobre la calle”. Los muebles eran todos de tipo inglés del siglo
XIX. Las lámparas que colgaban de los techos eran de lágrimas de cristal de
roca, y los floreros y jarrones que adornaban el interior habían sido traídos
de Europa. A un lado del comedor, en el espacio donde en un tiempo se
organizaron las cenas de gala, el doctor Urbino acondicionó una sala de música.
Allí se daban conciertos privados cuando músicos notables visitaban Cartagena.
En un rincón había un piano de cola traído de París.
¿Por qué razón el
doctor Juvenal Urbino trasciende en la novela de García Márquez? Porque, para
la época en que vivió, es la imagen perfecta del hombre moderno. Educado en
Francia, tiene un alto sentido del compromiso cívico. Tanto, que fue el
ciudadano que aportó sus conocimientos en salubridad para atender la epidemia
del cólera que se propagó por esos años en la región caribe. Su formación como
médico era excelente. Según el novelista, sabía qué enfermedad tenía un
paciente con solo mirarlo a los ojos. Sus conocimientos los puso al servicio de
la comunidad bien como profesor en la Academia de Medicina, o como médico que
atendía a los enfermos en su propia casa, evitándoles el desplazamiento hasta
su consultorio.
Juvenal Urbino tiene un
gran sentido de la amistad. Lo manifiesta cuando llega a la casa donde vive
Jeremiah de Saint-Amour, un refugiado antillano que llegó a Cartagena para
ejercer como fotógrafo. Este personaje muere un día antes de la Fiesta de
Pentecostés. Se suicida haciendo en su casa un sahumerio de cianuro de oro.
Cuando el médico entra a la habitación donde está el cadáver, encuentra sobre
una mesa el tablero de ajedrez con una partida sin terminar. Al analizar las
jugadas, se da cuenta de que en cuatro movimientos las fichas blancas pierden
la partida. Como el hombre siempre manifestó su deseo de quitarse la vida a los
sesenta años de edad, Juvenal Urbino entiende que su amigo “se puso a salvo de
los tormentos de la memoria” para no vivir la vergüenza de perder el juego.
El matrimonio de
Juvenal Urbino se efectuó “el día de gloria de la Santísima Trinidad”, ante el
altar mayor de la catedral. Fue oficiado por tres obispos, y como padrino tuvo
a Rafael Núñez, tres veces Presidente de la República. Fermina Daza llegó hasta
el altar mayor del brazo de su padre, que ese día lució un aire de
respetabilidad, infundido por el traje de etiqueta que vistió para entregar a
la hija. Fue una de las bodas más ruidosas celebradas hasta entonces en
Cartagena. Las mujeres de alta alcurnia, que a regañadientes aceptaron como
parte de su círculo social a la desconocida venida de San Juan de la Ciénaga,
lucieron con los elegantes vestidos sus mejores joyas. El viaje de bodas, que
duró dieciséis meses, fue por Europa. Por caprichos del destino, lo iniciaron
esa misma noche.
La muerte del médico
Juvenal Urbino a los ochenta y un años de edad es una paradoja. Sucede la tarde
del mismo día en que se suicida Jeremiah de Saint-Amour. Había asistido al
almuerzo con que le celebraron el cumpleaños al médico Lácides Olivella, reunión
que fue estropeada por una tormenta que desbarató las carpas del patio donde
fue ofrecido. Antes, en la mañana, le tocó ver los daños que los bomberos
hicieron en su residencia tratando de atrapar el loro que le causó la muerte. Digna
Pardo, la sirvienta de la casa, fue la persona que vio cuando la escalera
resbaló después de que el médico cogiera el loro con su mano derecha. “¡Se va a
matar!”, alcanzó a gritar. Venía a decirle que le iba a coger la tarde para ir
al entierro de Saint-Amour.
¿Existió, en la vida
real, Juvenal Urbino? Parece que no. García Márquez debió tomar de personajes
reales algunas de las características que lo identifican. Así lo ha hecho en la
mayoría de sus novelas. Y escenas tan sencillas, pero de tanto contenido
humano, como la pelea que tuvo con su esposa Fermina Daza por no encontrar el
jabón en el baño, que los llevó a dormir en camas separadas, pueden haber sido
conocidas por el escritor en su entorno familiar. Este personaje, demasiado
humano, que toma vida en “El amor en los tiempos del cólera”, parece sacado de
la realidad. Como a él, a cualquiera a los sesenta años le pasa que al orinar
deje mojados los bordes de la taza del baño, y que la mujer le alegue por esto.
O que se levante en las noches a leer porque ha perdido el sueño.
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