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domingo, 31 de octubre de 2010

Crónica de un amor senil



Por JOSE MIGUEL ALZATE



Llama la atención del lector en “Memoria de mis putas tristes”, el libro de Gabriel García Márquez, el rompimiento del autor con la técnica clásica suya de narrar historias. No ha sido una constante estilística en el consagrado escritor la utilización de la primera persona. García Márquez ha recurrido, siempre, al narrador omnisciente o en tercera persona para escribir ficciones. Solamente en “El otoño del patriarca” rompe con ese estilo para darle paso a un narrador colectivo. En “La hojarasca”, sin embargo, utilizó la primera persona. Pero es en este, su último libro, donde aparece más consistente en el manejo de este narrador.



Gabriel García Márquez recurre a la técnica narrativa que utilizó Ernesto Sábato en “El túnel” cuando narra la historia del pintor Juan Pablo Castel, sindicado de la muerte de María Iribarne. Con más maestría, desde luego. El tono mismo del relato adquiere en “Memoria de mis putas tristes” una connotación poética. Su lenguaje es más elaborado, con momentos de esplendidez lírica, manejado con una donosura que invita a sumergirse en su lectura. Los términos escatológicos no le restan belleza al relato. García Márquez mantiene al lector en vilo, concentrado en lo qué ocurre con la niña de 14 años que le es facilitada al nonagenario por Rosa Cabarcas.



En este libro se narra la historia de un anciano que el día de su cumpleaños quiere regalarse una noche de amor con una niña virgen. Hijo de Florina de Dios Cargamantos, una intérprete al piano de música culta, vive en una casa “con arcos de estuco y pisos ajedrezados de mosaicos florentinos”. Es la misma casa donde nació, y donde se propone morir, solo, un día que desea “lejano y sin dolor”. La misma casa donde la madre se sentaba en las noches de marzo en un balcón para cantar arias de amor acompañada por sus primas italianas. La misma, también, donde el personaje escribe durante 40 años la columna semanal con destino al periódico.



Delgadina, el nombre que el anciano le coloca a la niña, es tomado de una canción compuesta en homenaje a la hija de un rey, encontrada muerta de sed en su cama, que había sido requerida en amores por su padre. El anciano se la canta mientras coloca su ropa sobre una silla, en una pieza que le facilita en su casa Rosa Cabarcas. Pero el nonagenario personaje debe contentarse con contemplarla tirada sobre la cama, “de medio lado, de cara a la puerta, alumbrada desde el plafondo por una luz intensa que no perdonaba detalle”. Esa noche, mientras llegaba la hora de la cita, el corazón se le iba “llenando de una espuma ácida” que le estorbaba para respirar.



“Memoria de mis putas tristes” es la crónica de un amor senil. Un libro donde un personaje que no tiene nombre en el libro, pero que podría llamarse Mustio Collado por el apodo que le colocan los alumnos en su clase de gramática, vive sus últimos años obsesionado por el amor de una niña. En sus páginas trasciende la pasión de un hombre que hace lo que esté a su alcance para hacerla feliz. No sólo le brinda cariño, sino que se preocupa por su situación económica. Delgadina es una humilde pegadora de botones en una fábrica de confecciones. Pero el anciano le garantiza su seguridad dejándole lo poco que tiene.



“Memoria de mis putas tristes” deja en el lector la sensación de que en esta obra Gabriel García Márquez sacrificó la imaginación en aras de darle patetismo a la historia narrada. En este libro no aparece por ninguna parte esa fantasía desbordante que caracteriza su literatura. Es una historia lineal, donde no sucede nada raro, excepto el asesinato de un ejecutivo bancario, cometido en la casa de la Cabarcas. Pero tiene un hálito de poesía. Mírese, para corroborarlo, esta frase: “Le cambiaba el color de los ojos según mi estado de ánimo: color de agua al despertar, color de almíbar cuando reía, color de lumbre cuando la contrariaba”.

"La agonía de una flor"

Por JOSE MIGUEL ALZATE



¿Nos estamos acostumbrando los colombianos a convivir con la violencia? Esta es una pregunta que necesitamos hacernos para tratar de entender por qué somos indiferentes ante el dolor de esos compatriotas que han sufrido en carne propia la violencia desatada por los grupos armados. ¿Qué respuesta podemos darle a este interrogante? Una muy clara: nos hemos vuelto insensibles ante el dolor ajeno. No nos conmueven los testimonios de las víctimas de esas masacres perpetradas por delincuentes que buscan, por medio del poder intimidador de las armas, someter a los propietarios legítimos de la tierra. Tampoco nos conmovemos con el drama que viven quienes han perdido su movilidad como consecuencia del estallido de una mina antipersona.



Una novela de reciente aparición nos lleva a cuestionarnos sobre el porqué de nuestra indiferencia hacia esa tragedia que padecen las familias que han perdido a sus seres queridos en actos violentos. Se trata de “La agonía de una flor”, de Fernando Soto Aparicio. En este libro el escritor boyacense nos enseña el dolor de una niña de quince años que quedó mutilada después de pisar una mina quiebrapata. Su nombre es Liria. Amante de la poesía, con mucha ternura acumulada en el alma, sus sueños se le destruyeron cuando caminaba por una vereda de Villatriste. Sin saber cómo, puso su pie en el artefacto explosivo. Herida de gravedad, es llevada al hospital de la población para que sea atendida. Pero no obstante los esfuerzos del médico, no logran salvarle la vida.



El argumento de “La agonía de una flor” tiene asidero en la realidad colombiana. Para hacer creíble la historia narrada, Fernando Soto Aparicio no necesitó forzar la imaginación. Los cuadros que muestra en la novela los vemos los colombianos, todos los días, en los noticieros de televisión. Villatriste simboliza a todos esos pueblos de la geografía colombiana que han sido sacudidos por la violencia. Es decir, el novelista tomó de la vida real los ingredientes para escribir una obra que es reflejo claro de la situación que desde hace varios años vive Colombia. Las masacres, el desplazamiento forzado, los asesinatos selectivos, el uso de motosierras para descuartizar cadáveres, la toma armada de pueblos, la violación de mujeres indefensas son hechos que han conmovido al país. El novelista, simplemente, deja un testimonio literario de esa violencia que nos acosa.



En monólogos donde sobresale esa capacidad de Soto Aparicio para interiorizar el alma de los personajes, Liria le cuenta al lector el drama humano que vive por culpa de quienes el escritor llama emisarios de la barbarie. Mientras mira desde su cama el techo del hospital, va narrando cómo su papá termina involucrado en los asesinatos que cometen los paramilitares. A él lo obligan a descuartizar los cuerpos con la motosierra que había comprado para talar árboles. Su mamá, mientras tanto, ejerce la prostitución en el puerto de Caravanar. Se dedicó a ese oficio cuando se dio cuenta de que el amor por el esposo había desaparecido. No obstante lo anterior, Liria es una niña dulce que no quiere dejarse arrastrar por esas aguas turbias que la rodean. Conserva la esperanza en un mañana mejor.



Gustave Flauberth dijo que el novelista es un artista que deja testimonio escrito de la época que le corresponde vivir. Eso ha hecho Fernando Soto Aparicio en su última novela publicada, “La agonía de una flor”. Los personajes transmiten al lector, en un lenguaje claro, lo que ocurre a su alrededor. El médico Martín, un profesional con sensibilidad social, cuestiona el sistema de salud. Y denuncia cómo la corrupción se lleva la mayor parte de los recursos asignados a este rubro en el presupuesto. Por su parte, la monja Margarita, que quedó embarazada después de que un grupo de paramilitares la violaron en el propio colegio dónde enseñaba, personifica a cientos de mujeres que han sufrido acceso carnal violento. Y que han sentido atropellada su dignidad.



Soto Aparicio denuncia en esta novela los atropellos cometidos por unos hombres que utilizan el poder de las armas para reducir a quienes se interponen en su camino. Una obra que nos lleva a pensar en qué momento esta sociedad engendró hombres capaces de cometer crímenes tan horrendos como descuartizar, con una motosierra, a un ser humano. Un libro donde se demuestra que los asesinos no tienen alma. Porque no escuchan ese grito angustiado de un escritor que llega a Villatriste para desempeñarse como profesor de literatura. Este es asesinado en la puerta del colegio, ante la mirada atónita de los estudiantes, simplemente porque en sus escritos se atrevió a denunciar todas sus fechorías. En pocas palabras, este libro sacude al lector.

sábado, 30 de octubre de 2010

40 años de gloria literaria


Por JOSE MIGUEL ALZATE

Muchos años después, frente al Rey Gustavo Adolfo de Suecia, el escritor Gabriel García Márquez había de recordar aquella tarde remota en que su esposa Mercedes Barcha lo acompañó hasta las oficinas del correo en Ciudad de México. Fue con ella a colocar, con destino a Editorial Sudamericana, el mamotreto donde había quedado fundido el trabajo de 18 meses de deslumbramiento literario. El paquete estaba dirigido a Francisco Porrúa. García Márquez era entonces un anónimo colombiano de 40 años de edad y una imaginación sorprendente, nacido en Aracataca, que soñaba con alcanzar algún día el éxito literario.

Con un bigote parecido al de Javier Solís, constitución delgada, rostro anguloso y cabello ensortijado, había llegado a Ciudad de México varios años atrás procedente de un país donde había descubierto, a temprana edad, el hechizo del lenguaje. Traía en su mente, madura ya, la idea de escribir una novela que lo catapultara como el más grande escritor latinoamericano de habla hispana. Era una historia que le rondaba en la cabeza desde los días lejanos en que su abuela Tranquilina Iguarán Cotes le contó las mágicas historias de un pueblo de calles polvorientas que en el sopor de las tres de la tarde escuchaba el sonido lúgubre de un tren que venía desde las bananeras.

El pálpito de escribir “Cien años de soledad” le llegó a Gabriel García Márquez la tarde del domingo 19 de febrero de 1950 cuando acompañaba a su madre, Luisa Santiaga Márquez Iguarán, en un viaje a Aracataca para vender la casa de los abuelos. Pero la epifanía lo asaltó una tarde del mes de junio de 1965 cuando, con su familia, se desplazaba en su pequeño vehículo marca Opel por la carretera que de Ciudad de México conduce al balneario de Acapulco. Inmediatamente se devolvió para encerrarse durante 18 meses en su casa con el fin de darle forma a ese mundo maravilloso que llenaba su mente.

Durante esos 18 meses de deslumbramiento literario el manejo de la economía familiar estuvo bajo la responsabilidad de Mercedes, su esposa. García Márquez le entregó cinco mil dólares para que realizara los gastos. Pero cuando la plata se acabó, ella empezó a empeñar los electrodomésticos. El escritor lo descubría cuando, después de las tres de la tarde, salía de su estudio para tomar aire. “¿Qué se hizo el televisor que estaba aquí?”, preguntaba. Y ella le contestaba: “Tuve que empeñarlo para poder subsistir”. La escena recuerda las vicisitudes que tiene que pasar Aureliano Buendía en “El Coronel no tiene quien le escriba” cuando, para poder comer mientras le llega la pensión, tiene que empeñar el radio transistor.

La tarde del 10 de diciembre de 1982, cuando recibió de manos del rey Gustavo Adolfo de Suecia el Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez recordaría con toda nitidez el momento en que, para cancelar el envío de los originales de “Cien años de soledad”, Mercedes sacó de su bolso los últimos pesos que le quedaban de la licuadora que había empeñado esa semana. “Sólo falta que esa novela no sirva”, dijo ella en un lenguaje donde se mezclaban, en perfecta armonía, la ilusión y el desengaño. Las esperanzas de redención económica estaban cifradas en ese manuscrito que enviaron a la editorial argentina en dos paquetes para que el porte saliera más barato.

Cuando en julio de 1965 se encerró en su casa de México para darle forma a “Cien años de soledad”, Gabriel García Márquez no pensó que cuarenta años después estaría recibiendo un homenaje de la magnitud del que por estos días le ha brindado su patria. Encerrado en su casa, huyendo talvez de las multitudes que lo asedian, celebrando sus ochenta años de edad en familia, debió sentirse orgulloso de saber que, gracias a su genio literario, está disfrutando la gloria en vida. Algo que, paradójicamente, no disfrutaron William Faulkner, Franz Kafka ni Virginia Wolf, sus maestros. En su encierro debió entender que las estirpes con talento humano no están condenadas a cien años de soledad porque ellas sí tienen una oportunidad sobre la tierra.