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lunes, 4 de febrero de 2019

La poesìa de Diana Toro Angel




Por JOSE MIGUEL ALZATE

“Etérea lírica” es un libro de poemas de escasas noventa páginas donde se advierte la voz auténtica de una mujer romántica que encontró en la poesía un canal expresivo para darle forma a las vibraciones de su alma. Diana Toro Angel, su autora, nacida en Filadelfia, es una psicóloga especializada en neuropsicopedagogía, egresada de la Universidad de Manizales, que desde hace varios años viene experimentando con el lenguaje poético, escribiendo versos donde transmite los gozos de su corazón, su acendrado amor de madre, sus preocupaciones existenciales y, sobre todo, su enamoramiento de los niños. Los suyos son poemas donde vibra el sentimiento de una mujer frente a la vida. Versos que se dejan leer por la frescura de su lenguaje.

¿Qué es un poeta? Es fácil explicarlo. Pero me remito a una hermosa descripción que hizo de este oficio César Montoya Ocampo. Dice el escritor aranzacita que un poeta es un visionario. Alguien que “no mira el paisaje como una aburrida mancha verde, salida de los dedos regordetes de un rústico pintor”. Es un ser humano que “siente que por debajo de esas acuarelas vegetales, una tropilla de ángeles desocupados tañe violines intangibles”. Un poeta es un creador de belleza “diestro para pulsar la lira en los escombros de los atardeceres”. Un soñador que “descubre en la voz humana modulados embrujos que ponen a vibrar los  delicados telares del alma”. Para el poeta, “la brizna del agua que gorgoritea por el declive de los peñascos, danza sobre paredes resbaladizas y baja cantando”.

Las palabras anteriores sirven de introito para hablar sobre la poesía de Diana Toro Angel. Lo primero que puede decirse en que en sus versos fluye la expresión de un sentimiento que brota desde lo más profundo del alma. Ya sea cantándole al hombre con quien comparte su vida, al hijo que salió de sus entrañas, al niño que tiene en su cuerpo las marcas del maltrato, al poeta que escribe para exorcizar sus fantasmas, a la vieja casa que parece estar llena de laberintos la voz de esta mujer de mirada dulce adquiere una connotación artística que convence al lector. Alguien que tiene la fuerza para decir que un simple recuerdo “me está dejando un hueco/ me está partiendo el alma/ me está robando la alegría/ no puede ser más que una poetisa de sentida inspiración.

Es posible que en los versos antes citados no haya un lenguaje novedoso. Pero lo que si hay es una rabia contenida, una expresión de amargura, una imprecación al destino. Sin embargo, en otros poemas aflora un lenguaje más innovador, con mayor contenido estético, propio de un creador de imágenes con contenido lírico. Se advierte, por ejemplo, en el poema “Puntos para las heridas” cuando dice con una voz desolada: “Y saber que tres pasos sobre las hojas secas/ siempre son el anuncio de un adiós/. Figura literaria que se repite en el poema “Lo que pido”. La voz poética se exalta para cantar: “Ahora que el lamento/ duerme entre los valles/ no tengo ganas de detenerte/. Estos versos son la expresión del sentimiento de una mujer que no obstante amar con pasión no le tiene miedo al olvido.

Jorge Eliécer Zapata Bonilla advierte, en el prólogo, que Diana Toro Angel trabaja en poesía “los temas eternos de los que nadie escapa como la vida o la muerte, el amor y el desamor, la luz y la oscuridad”. En esto tiene razón. Yo agregaría que la poetisa de Filadelfia alcanza destellos de belleza lírica cuando aborda temas cotidianos como el dolor, la angustia, la sinrazón, las despedidas, los encuentros frustrados. En el poema “Sueño en un hospital de primavera” están los elementos que hacen vibrante la voz; leámoslo: “Quiero ser noche para que duermas en mi/ olvido para matar fantasmas/ canción de amor que suene entre tus dedos/ y viento que envuelva la lucidez de tus pasos/. Este es un verso de excelente factura. Tiene todos los condimentos que hacen del poema una pieza bien acabada.

En “Etérea lírica” se consolida la vocación poética de una mujer que ha trabajado la palabra con un cuidado extremo para que exprese la vitalidad de su inspiración. Diana Toro Angel puede decir como Germán Eugenio Restrepo: “Yo soy poeta porque he visto mi rostro reflejado sobre espejos que huyen por los bosques de mi infancia”. Su poesía tiene a veces arrebatos oníricos, sabor a tierra macerada, nostalgias de viajes hechos y rememoraciones de la infancia. Aunque en algunos versos conserva un tono intimista, nunca cae en lo prosaico. El poema “Esperando abril 15” es un canto emocionado sobre la dulce espera que plenifica a la mujer cuando llega el bebé soñado.  Así canta: “Esperando entre cielos y arco iris/ la luna envidiará mi estado/ Serás la luz de mi amanecer/

Flòbert Zapata Arias, poeta de lo cotidiano




Por JOSE MIGUEL ALZATE

¿Qué puede ser lo cotidiano para un poeta? Podría ser levantarse, bañarse, vestirse, afeitarse. También alimentarse, salir a  la calle, leer un libro, montar en buseta o tomarse un tinto. Pero para un hombre que ha vivido en función de poesía, siempre escribiendo versos, inspirándose en las cosas que ve en la calle, valiéndose de la palabra para expresar sus preocupaciones metafísicas, la cotidianidad puede ser otra cosa: el aire que respira, el viento que besa su frente, el frío que penetra sus huesos, la soledad del cuarto donde se encierra a revivir saudades, la sonrisa de una muchacha que lo mira desde una ventana, el llanto de un niño que pide a gritos le compren un juguete o el olor a rosas de una sala de velación. Para el poeta lo cotidiano es sentir la palabra fluyendo en su cerebro.

¿Flóbert Zapata Arias puede considerarse como un poeta de lo cotidiano? ¡Sí! Muchos de sus versos están bañados por un aire de cotidianidad que los hace sugerentes. ¿No es cotidiano, acaso, asistir a la escuela, hacer tareas, reclamarle al profesor, mirar a una compañera de clase, jugar en los recreos, como se hace cuando se es estudiante? Sobre estas cosas escribe Flóbert Zapata Arias en el poemario “Después del Colegio”. Aunque la de este libro es una poesía conversacional, con musicalidad escasa, no ceñida a cánones estéticos, tiene una particularidad: mostrar lo que ocurre en un salón de clase con un lenguaje exento de lirismo. Veamos este verso: “En este colegio me suceden cosas raras. Le muestro el corazón al espejo y me proyecta tu rostro”.

En la edad de la juventud es cotidianidad ver al papá trabajando para llevar el alimento a la casa, quemándose al sol para limpiar las cementeras, construyendo con sus manos el futuro de la familia. En un poema en prosa titulado “Alguien es el auténtico”, incluido en “Copia del insecto”, libro que rompe un poco con el tradicionalismo poético porque está escrito con un lenguaje sin alardes retóricos, el poeta de Filadelfia le rinde homenaje a su padre cuando dice que a medida que pasa el tiempo se va pareciendo más a él. “Voy siendo él con tanta claridad que sospecho que él es mi doble que vivió primero”, dice. Y afirma que tenía “propensión a los pantalones de dacrón”. Y al mirarse las venas brotadas de las manos, recuerda que él también las tenía así.

Flóbert Zapata Arias explora, con insistencia, en nuevas formas de expresión poética. Mientras en su primer poemario, “Retrato del frío”, incluido en el libro “Dos voces”, donde comparte honores con Antonio María Flórez, hay un poeta que es capaz de escribir una frase sonora como “Nos amamos tanto, marcamos tantas huellas que se nos confundieron los caminos”, en su libro posterior experimenta con nuevas formas de escribir un poema, influenciado un poco por Mario Benedetti o por Fernando Pessoa, que tienen versos escritos en renglones sin continuidad, que empiezan donde termina el anterior, pero en la línea siguiente. Este estilo de escribir poemas obedece a las corrientes modernas en estructura poética. También aquí es una constante el poema sin rima, escrito en prosa.

“Ataúd tallado a mano” y “Anfiteatro azul” son libros fundamentales para valorar la voz de Zapata Arias, y su obsesión por lo cotidiano. En los dos está el alma de un gran poeta. Hay en ellos un autor maduro, que ha superado el tono simple de sus primeros poemas y, sobre todo, ha alcanzado momentos de fina inspiración. No es fácil escribir 98 versos sobre la muerte. Ni pasar de ahí a versos de corte social como “Uno por uno a once, el cuello atado, les cortaron las piernas, las manos les cortaron”. O como este: “Oh, qué vida tan triste callar en lo profundo, querer asir la pena y ver crecer tugurios”. Estos son versos que expresan desolación, perplejidad, tristeza, asombro. Tienen olor a cadáveres y a cementerios. Y, sobre todo, exhortaciones líricas sobre la muerte, escritas con un dejo existencialista.

Hay otra vertiente temática en Flóbert Zapata Arias que merece analizarse: el amor. Está presente en esos poemas breves que, a manera de coplas, hablan de  ese sentimiento que con tanta delicadeza en la palabra exaltó Francisco Luis Bernárdez. Veamos, como ejemplo, este verso: “¿Qué voz te toca con nieve? ¿Qué mal te hiere con miel? ¿Qué ángel bajo tu piel te reprime y te hace leve?” Hay aquí sutileza en el lenguaje. Son versos de fina factura. Emerge en ellos un sutil aroma de mujer. Veamos este otro: “Cuando tu amor me llamaba yo no sabía besar y cuando otro te besaba yo no sabía llorar”. Aquí la palabra adquiere connotación lírica. Flóbert Zapata es un poeta que pasa con facilidad del dolor a la alegría. Y que, sin proponérselo, hace del amor otro asunto cotidiano.