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lunes, 4 de febrero de 2019

La poesìa de Diana Toro Angel




Por JOSE MIGUEL ALZATE

“Etérea lírica” es un libro de poemas de escasas noventa páginas donde se advierte la voz auténtica de una mujer romántica que encontró en la poesía un canal expresivo para darle forma a las vibraciones de su alma. Diana Toro Angel, su autora, nacida en Filadelfia, es una psicóloga especializada en neuropsicopedagogía, egresada de la Universidad de Manizales, que desde hace varios años viene experimentando con el lenguaje poético, escribiendo versos donde transmite los gozos de su corazón, su acendrado amor de madre, sus preocupaciones existenciales y, sobre todo, su enamoramiento de los niños. Los suyos son poemas donde vibra el sentimiento de una mujer frente a la vida. Versos que se dejan leer por la frescura de su lenguaje.

¿Qué es un poeta? Es fácil explicarlo. Pero me remito a una hermosa descripción que hizo de este oficio César Montoya Ocampo. Dice el escritor aranzacita que un poeta es un visionario. Alguien que “no mira el paisaje como una aburrida mancha verde, salida de los dedos regordetes de un rústico pintor”. Es un ser humano que “siente que por debajo de esas acuarelas vegetales, una tropilla de ángeles desocupados tañe violines intangibles”. Un poeta es un creador de belleza “diestro para pulsar la lira en los escombros de los atardeceres”. Un soñador que “descubre en la voz humana modulados embrujos que ponen a vibrar los  delicados telares del alma”. Para el poeta, “la brizna del agua que gorgoritea por el declive de los peñascos, danza sobre paredes resbaladizas y baja cantando”.

Las palabras anteriores sirven de introito para hablar sobre la poesía de Diana Toro Angel. Lo primero que puede decirse en que en sus versos fluye la expresión de un sentimiento que brota desde lo más profundo del alma. Ya sea cantándole al hombre con quien comparte su vida, al hijo que salió de sus entrañas, al niño que tiene en su cuerpo las marcas del maltrato, al poeta que escribe para exorcizar sus fantasmas, a la vieja casa que parece estar llena de laberintos la voz de esta mujer de mirada dulce adquiere una connotación artística que convence al lector. Alguien que tiene la fuerza para decir que un simple recuerdo “me está dejando un hueco/ me está partiendo el alma/ me está robando la alegría/ no puede ser más que una poetisa de sentida inspiración.

Es posible que en los versos antes citados no haya un lenguaje novedoso. Pero lo que si hay es una rabia contenida, una expresión de amargura, una imprecación al destino. Sin embargo, en otros poemas aflora un lenguaje más innovador, con mayor contenido estético, propio de un creador de imágenes con contenido lírico. Se advierte, por ejemplo, en el poema “Puntos para las heridas” cuando dice con una voz desolada: “Y saber que tres pasos sobre las hojas secas/ siempre son el anuncio de un adiós/. Figura literaria que se repite en el poema “Lo que pido”. La voz poética se exalta para cantar: “Ahora que el lamento/ duerme entre los valles/ no tengo ganas de detenerte/. Estos versos son la expresión del sentimiento de una mujer que no obstante amar con pasión no le tiene miedo al olvido.

Jorge Eliécer Zapata Bonilla advierte, en el prólogo, que Diana Toro Angel trabaja en poesía “los temas eternos de los que nadie escapa como la vida o la muerte, el amor y el desamor, la luz y la oscuridad”. En esto tiene razón. Yo agregaría que la poetisa de Filadelfia alcanza destellos de belleza lírica cuando aborda temas cotidianos como el dolor, la angustia, la sinrazón, las despedidas, los encuentros frustrados. En el poema “Sueño en un hospital de primavera” están los elementos que hacen vibrante la voz; leámoslo: “Quiero ser noche para que duermas en mi/ olvido para matar fantasmas/ canción de amor que suene entre tus dedos/ y viento que envuelva la lucidez de tus pasos/. Este es un verso de excelente factura. Tiene todos los condimentos que hacen del poema una pieza bien acabada.

En “Etérea lírica” se consolida la vocación poética de una mujer que ha trabajado la palabra con un cuidado extremo para que exprese la vitalidad de su inspiración. Diana Toro Angel puede decir como Germán Eugenio Restrepo: “Yo soy poeta porque he visto mi rostro reflejado sobre espejos que huyen por los bosques de mi infancia”. Su poesía tiene a veces arrebatos oníricos, sabor a tierra macerada, nostalgias de viajes hechos y rememoraciones de la infancia. Aunque en algunos versos conserva un tono intimista, nunca cae en lo prosaico. El poema “Esperando abril 15” es un canto emocionado sobre la dulce espera que plenifica a la mujer cuando llega el bebé soñado.  Así canta: “Esperando entre cielos y arco iris/ la luna envidiará mi estado/ Serás la luz de mi amanecer/

Flòbert Zapata Arias, poeta de lo cotidiano




Por JOSE MIGUEL ALZATE

¿Qué puede ser lo cotidiano para un poeta? Podría ser levantarse, bañarse, vestirse, afeitarse. También alimentarse, salir a  la calle, leer un libro, montar en buseta o tomarse un tinto. Pero para un hombre que ha vivido en función de poesía, siempre escribiendo versos, inspirándose en las cosas que ve en la calle, valiéndose de la palabra para expresar sus preocupaciones metafísicas, la cotidianidad puede ser otra cosa: el aire que respira, el viento que besa su frente, el frío que penetra sus huesos, la soledad del cuarto donde se encierra a revivir saudades, la sonrisa de una muchacha que lo mira desde una ventana, el llanto de un niño que pide a gritos le compren un juguete o el olor a rosas de una sala de velación. Para el poeta lo cotidiano es sentir la palabra fluyendo en su cerebro.

¿Flóbert Zapata Arias puede considerarse como un poeta de lo cotidiano? ¡Sí! Muchos de sus versos están bañados por un aire de cotidianidad que los hace sugerentes. ¿No es cotidiano, acaso, asistir a la escuela, hacer tareas, reclamarle al profesor, mirar a una compañera de clase, jugar en los recreos, como se hace cuando se es estudiante? Sobre estas cosas escribe Flóbert Zapata Arias en el poemario “Después del Colegio”. Aunque la de este libro es una poesía conversacional, con musicalidad escasa, no ceñida a cánones estéticos, tiene una particularidad: mostrar lo que ocurre en un salón de clase con un lenguaje exento de lirismo. Veamos este verso: “En este colegio me suceden cosas raras. Le muestro el corazón al espejo y me proyecta tu rostro”.

En la edad de la juventud es cotidianidad ver al papá trabajando para llevar el alimento a la casa, quemándose al sol para limpiar las cementeras, construyendo con sus manos el futuro de la familia. En un poema en prosa titulado “Alguien es el auténtico”, incluido en “Copia del insecto”, libro que rompe un poco con el tradicionalismo poético porque está escrito con un lenguaje sin alardes retóricos, el poeta de Filadelfia le rinde homenaje a su padre cuando dice que a medida que pasa el tiempo se va pareciendo más a él. “Voy siendo él con tanta claridad que sospecho que él es mi doble que vivió primero”, dice. Y afirma que tenía “propensión a los pantalones de dacrón”. Y al mirarse las venas brotadas de las manos, recuerda que él también las tenía así.

Flóbert Zapata Arias explora, con insistencia, en nuevas formas de expresión poética. Mientras en su primer poemario, “Retrato del frío”, incluido en el libro “Dos voces”, donde comparte honores con Antonio María Flórez, hay un poeta que es capaz de escribir una frase sonora como “Nos amamos tanto, marcamos tantas huellas que se nos confundieron los caminos”, en su libro posterior experimenta con nuevas formas de escribir un poema, influenciado un poco por Mario Benedetti o por Fernando Pessoa, que tienen versos escritos en renglones sin continuidad, que empiezan donde termina el anterior, pero en la línea siguiente. Este estilo de escribir poemas obedece a las corrientes modernas en estructura poética. También aquí es una constante el poema sin rima, escrito en prosa.

“Ataúd tallado a mano” y “Anfiteatro azul” son libros fundamentales para valorar la voz de Zapata Arias, y su obsesión por lo cotidiano. En los dos está el alma de un gran poeta. Hay en ellos un autor maduro, que ha superado el tono simple de sus primeros poemas y, sobre todo, ha alcanzado momentos de fina inspiración. No es fácil escribir 98 versos sobre la muerte. Ni pasar de ahí a versos de corte social como “Uno por uno a once, el cuello atado, les cortaron las piernas, las manos les cortaron”. O como este: “Oh, qué vida tan triste callar en lo profundo, querer asir la pena y ver crecer tugurios”. Estos son versos que expresan desolación, perplejidad, tristeza, asombro. Tienen olor a cadáveres y a cementerios. Y, sobre todo, exhortaciones líricas sobre la muerte, escritas con un dejo existencialista.

Hay otra vertiente temática en Flóbert Zapata Arias que merece analizarse: el amor. Está presente en esos poemas breves que, a manera de coplas, hablan de  ese sentimiento que con tanta delicadeza en la palabra exaltó Francisco Luis Bernárdez. Veamos, como ejemplo, este verso: “¿Qué voz te toca con nieve? ¿Qué mal te hiere con miel? ¿Qué ángel bajo tu piel te reprime y te hace leve?” Hay aquí sutileza en el lenguaje. Son versos de fina factura. Emerge en ellos un sutil aroma de mujer. Veamos este otro: “Cuando tu amor me llamaba yo no sabía besar y cuando otro te besaba yo no sabía llorar”. Aquí la palabra adquiere connotación lírica. Flóbert Zapata es un poeta que pasa con facilidad del dolor a la alegría. Y que, sin proponérselo, hace del amor otro asunto cotidiano.

viernes, 15 de julio de 2016

"Mi querida enemiga", una novela bien escrita




Por JOSE MIGUEL ALZATE

Si algo sorprende de “Mi querida enemiga”, la novela de Julián Chica Cardona que obtuvo el Premio Nacional de Novela Ciudad de Pereira, es el afortunado manejo del personaje narrador. En la obra del escritor oriundo de Filadelfia se advierte, desde el principio, un narrador en primera persona que le comunica al lector, en un lenguaje con contenido erótico, esas sensaciones extrañas que el personaje vive cuando sale a recorrer las calles de Pereira - la ciudad que se convierte en el espacio geográfico de la novela - para encontrarse con su hermana Frida. En esta novela se descubre un narrador fornido, que sabe cómo utilizar los recursos del lenguaje para imprimirle ritmo a la narración.  Es decir, esta escrita en un lenguaje fresco, que por su calidad narrativa induce a leerla. 

Félix Antonio Mendiguren Marmolejo, el ingeniero que hereda de sus mayores una cantera que le permite darse una vida de conquistador empedernido, es un personaje de complejidades sicológicas.  En esa narración que hace de momentos intensos en las relaciones de pareja, el personaje narrador se adentra en los conflictos humanos para contar una historia que si bien no tiene eso que José Miguel Oviedo llamaba momentos de intensidad dramática, logra entretener al lector por la calidad de la narración, y por ese erotismo de excelente factura que asoma en sus páginas.  En esta obra Julián Chica Cardona demuestra que tiene el talento literario suficiente para escribir una novela de mayor profundidad temática, donde invente ficciones arraigadas en la realidad. 

“Mi querida enemiga” es una narración más bien lineal, sin aportes novedosos desde el punto de vista estructural, donde la técnica cede ante el encanto del lenguaje. Pero, eso sí, es una novela muy bien escrita, donde el autor alcanza instantes de esplendidez literaria. Julián Chica Cardona logra seducir al lector con una narración ajustada a parámetros estéticos. Hay momentos en la novela donde se revela esa capacidad del autor para construir frases efectistas, con contenido artístico. Aunque peca un poco en el dequeísmo, sobre todo porque omite el “de” cuando el “que” lo requiere para darle casticidad a la frase, la prosa no pierde encanto literario. El escritor sabe condensar las palabras para construir párrafos bien logrados. Se vale de metáforas para darle al relato consistencia poética. 

El título de la novela de Julián Chica Cardona hace pensar en una historia donde confluyen personajes que en determinado momento se van a enfrentar para arreglar sus diferencias. Como nombre, “Mi querida enemiga” le vende al lector una idea falsa. Todo porque lo que sucede al interior de la novela no es expresión rotunda de conflictos personales. ¿Quién puede ser la querida enemiga a que hace referencia el título? El lector no lo descubre fácilmente. Los personajes femeninos tienen en la novela una connotación más bien freudiana. ¿Se podría pensar que es Frida, la hermana del personaje narrador, la enemiga? No hay momentos en la historia narrada que marquen a este personaje femenino dentro de ese contexto. Es decir, el rostro de la enemiga no se advierte en el relato. 

En “Mi querida enemiga” no se encuentra el lector con una novela donde se trabaje con interés eso que James Joyce llamó alguna vez nudo, desarrollo y desenlace. ¿La razón? A la obra le hace falta hilo argumental. Además, no son muchos los personajes que en la historia cobren vida propia. Por ejemplo, la novela se queda corta cuando el personaje narrador cuenta cómo se encontró en el avión con una hermosa rubia que lo conquista para, después de darle escopolamina, apoderarse de sus pertenencias. El relato, no obstante tener aristas interesantes, deja muchos hilos sueltos. La técnica de contar desde otro segmento de la narración la forma cómo fue dejado abandonado no es convincente. Como no lo es la relación del protagonista con la hija de su amante.

En “Mi querida enemiga” los diálogos tienen contundencia verbal. Sin embargo, la novela adolece de eso que Mario Vargas Llosa califica, en “Cartas a un joven novelista”, como poder de persuasión. Todo porque lo único extraño que vive el protagonista es haber sido víctima  de una mujer que, después de seducirlo, lo despoja de sus objetos de valor. En la narración de este suceso, Julián Chica Cardona no utiliza todas sus destrezas narrativas. Además, la historia de Frida cuando, al final de la novela,  se cree que va a tener con el hermano una relación incestuosa, se corta abruptamente cuando aparece en el cuarto la amante. Del autor de “Mi querida enemiga” debe esperarse, en un futuro, una novela donde despliegue todo su talento como narrador. En su alma habita un excelente escritor.

Un buen poeta caldense




Por JOSE MIGUEL ALZATE

A veces uno descubre libros que lo sorprenden. Sobre todo cuando se encuentra una voz que alude a temas como el olvido, la existencia, la soledad, la desolación y la muerte.  Dicho en otras palabras, cuando se revela un autor que, por los lamentos de sus versos, toca las fibras más íntimas del alma. Así como existen poetas que tienen la magia para exaltar el cuerpo de una mujer o para cantar las excelsitudes del paisaje, hay otros que logran conturbar los sentidos con la frescura de su lenguaje y, desde luego, con el tono que le imprimen a sus versos. Los primeros hacen del idioma una herramienta para expresar su emoción ante la belleza; los segundos toman la palabra para transmitirle al lector, con una voz que trasciende por su fuerza cósmica, su angustia frente a la vida.

Esa sorpresa me la ha deparado la lectura del libro “Poemas viajeros y recónditos”, de Gustavo Loaiza Loaiza, un poeta oriundo de Anserma. La obra, publicada por la biblioteca de ese municipio del occidente caldense, recoge en 125 páginas 48 poemas escritos con el alma lacerada por sufrimientos interiores. El poeta Juan Alberto Rivera, su prologuista, dice que los versos de este poemario son “más que un canto a la existencia misma”. Agrega que aquí las palabras se elevan sin alas y sin distancias porque son la expresión de un hombre que mira la vida con una resignación que infunde en el lector admiración.  Leyéndolo, uno recuerda este verso de su coterráneo Edgardo Escobar: “Hacer poemas es permitir que las palabras hagan hueco en nuestras vidas”.

Y hueco en su vida es lo que hacen los versos de Gustavo Loaiza Loaiza. ¿La razón? El poeta lanza a veces imprecaciones contra la existencia, como manifestando un dolor intenso que sacude su alma. Lo hace en Elegía I, un poema corto donde se duele por la temprana muerte de su hijo. Oigámoslo: “Como proseguir con este corazón cansado/, si hasta la luz de mis ojos te llevaste?/ Toda mi sangre fue vertida en ti/ y un huracán de congojas/ se pasea ahora/ por los acantilados del alma/.  En este poema el lenguaje tiene un sacudimiento interior. Algo que se repite en el poema Escape, cuando se pregunta, angustiado: “Si no muero, Señor, por qué esta lanza en mi costado?/ Ya no cabe el dolor en tanta herida/ ni puedo huir de tanta sombra/. 

Hay que decirlo: en el alma de Gustavo Loaiza Loaiza habita un buen poeta. Lo revelan estos versos donde la voz del vate tiene estremecimientos que sacuden al lector. Desde los títulos mismos, estos versos hacen mención a la experiencia del hombre sobre la tierra. Hay en ellos una angustia contenida, una expresión de dolor, un grito desesperanzado. Así lo dice en el poema Oración Profana: “Un ángel me partió en dos/ y nunca volveré a ser uno/. Una parte de mi/ rueda sobre peñascos de rencores/ y otra golpea sin alma/ en la roca estéril de la nada/. La voz de Gustavo Loaiza Loaiza está impregnada de un sentimiento de desolación que parece salir del fondo del alma para cantar su angustia de hombre acostumbrado al dolor.

Por la desazón interior que expresa en muchos de sus poemas, el autor de “Poemas viajeros y recónditos” pertenece a esa escuela que, siguiendo la huella de Porfirio Barba Jacob, forjaron en Caldas poetas como Fernando Mejía Mejía y Javier Arias Ramírez, cuya voz desolada trascendió más allá de nuestra comarca por la fuerza huracanada de su poesía. Loaiza Loaiza alcanza momentos de intensa emoción en esos poemas donde canta a la amada con un dejo de nostalgia por su partida. Veamos el poema Cuando tú me amabas: “Ahora, con el alma/ en el pecho congelada/ sé cómo morir de olvido/ en la fatiga de la espera/. Nótese en los versos transcritos en este artículo cómo el poeta no hace uso de figuras literarias comunes en autores que expresan su angustia con tono parecido.

En la solapa del libro se dice que Gustavo Loaiza ha publicado dos obras: “Cuando mi sol haya partido”(1997), y “Sueños interiores”,(1999). Lo que uno extraña es que su nombre no aparezca en el libro “Literatura de Caldas 1967-1997”, de Roberto Vélez Correa, siendo un poeta de la talla de Augusto León Restrepo, Herman Lema, Edgardo Escobar, Jaime Ramírez Rojas y Alcy Doney Calle. La suya es una voz auténtica, que trasciende por su tono escéptico. Una recomendación final al autor: no queda bien escribir en mayúscula la palabra inicial del renglón siguiente cuando no existe el punto aparte. Esto le quita estética al libro. Como tampoco queda bien no abrir el signo de interrogación cuando el verso termina en pregunta. Ojalá tenga en cuenta estas sugerencias.

lunes, 6 de junio de 2016

Relaciones endogámicas en "Cien años de soledad"



Por JOSE MIGUEL ALZATE

En los primeros capítulos de Cien años de soledad Gabriel García Márquez narra el temor que siempre tuvo el viejo José Arcadio Buendía de que, como consecuencia de las relaciones entre primos, de pronto en la familia naciera un hijo con cola de cerdo. No era un temor infundado. El esposo de Ursula Iguarán tenía conocimiento de que una tía de ella, que se había casado con un tío de él, tuvo un hijo que vivió 42 años con una cola cartilaginosa “que nunca se dejó ver de una mujer”. La ocultaba en unos pantalones englobados. Era una cola de cerdo que lo llevó a morir a esa edad en estado de virginidad. Falleció cuando un carnicero se la cortó “con una hachuela de destasar”. 

Esta es la primera referencia que aparece en Cien años de Soledad sobre relaciones endogámicas. Gabriel García Márquez da a entender que en los tiempos en que el pirata Francis Drake asaltó a Cartagena se presentó la primera relación de este tipo. La bisabuela de Ursula Iguarán se casó con el primer José Arcadio Buendía. Aunque no narra que eran primos, deja en el lector la idea de que sí existía esa relación de familia. Todo porque la mamá del personaje citado en el párrafo anterior era descendiente directa de este matrimonio. Que el hijo naciera con una cola en forma de tirabuzón es prueba contundente de que entre la bisabuela y el primer José Arcadio existía un lazo de familia. 

El temor de que naciera un hijo con cola de cerdo lo manifestó por primera vez la mamá de Ursula. Se lo advirtió después de que se casó con José Arcadio Buendía sin hacer caso a quienes trataron de impedirlo. Ella la aterrorizó “con toda clase de pronósticos siniestros sobre su descendencia”. Tanto, que logró que ella rehusara consumar el matrimonio. Para lograrlo, Ursula se ponía, antes de acostarse, un pantalón “que su madre le fabricó con lona de velero y reforzado con un sistema de correas entrecruzadas”. Temiendo que José Arcadio la violara dormida, cerraba el pantalón por delante “con una gruesa hebilla de acero”. Esta fue la razón por la cual en Macondo empezó a rumorarse que José Arcadio Buendía era impotente.

Hay una relación endogámica en la novela que no alcanza a consumarse. Arcadio, el hijo que tuvo José Arcadio con Pilar Ternera, ignorando que ella es su madre, se le aparece en la casa para proponerle que hagan el amor. Ella le contestó que eso era imposible, pero no le dijo por qué. Ante la negativa, él le enrostró su pasado. Entonces Pilar Ternera le sugirió que esa noche dejara la puerta de su cuarto sin tranca, que ella lo visitaría. Pero la que apareció fue Santa Sofía de la Piedad, una mujer a quien ella le ofreció cincuenta pesos para que lo hiciera feliz. Arcadio se dio cuenta del engaño cuando notó que “no olía a humo sino a brillantina de florecitas”.

Ursula Iguarán también alimentaba el mismo temor de su esposo por las relaciones sexuales entre familiares. Como veía que en la casa se vivía un ambiente donde los hermanos querían poseer a las hermanas, antes de morir elevó oraciones a Dios para pedirle que impidiera que actos de esta naturaleza ocurrieran entre los suyos. Ella tenía fresca en la memoria la tarde en que encontró a Aureliano José, el hijo de Aureliano Buendía con Pilar Ternera, besándose con su tía Amaranta en el granero. Sin sospechar nada, Ursula solo atinó a decirle: “Quieres mucho a tu tía”. El, asustado, contestó que sí. Ese día Amaranta decidió cortar la relación.

En los capítulos finales de Cien años de soledad se narra cómo el último Aureliano, el hijo de Meme y Mauricio Babilonia, aprovecha que Amaranta Ursula sale del baño “con una toalla enrollada en la cabeza” para, tomándola por sorpresa, hacer el amor con ella. De esta relación nació el hijo con cola de cerdo que los padres de la estirpe habían advertido. Se la descubrió la comadrona que atendió el parto cuando, después de cortarle el cordón umbilical, “se puso a quitarle con un trapo el ungüento azul que le cubría el cuerpo”. Al voltearlo boca abajo le descubrieron que tenía algo más que el resto de los mortales. Era la cola de cerdo. Amaranta Ursula era hija de Fernanda del Carpio y Aureliano Segundo. Aureliano descubriría después, en los manuscritos del gitano Melquíades, que Amaranta Ursula era su tía.  

"Navegante en tierra firme"




 Por JOSE MIGUEL ALZATE

El título de este artículo es el mismo que lleva el último libro publicado por el penalista César Montoya Ocampo. En sus páginas se recogen los mejores artículos de corte literario publicados por el escritor oriundo de Aranzazu en su columna de todos los jueves en este diario. Son notas donde aflora el pensamiento de un hombre que, después de retirarse del ejercicio de su profesión, ha hecho de la escritura un nuevo proyecto de vida. Su experiencia como lector, su dominio de la palabra, sus preocupaciones metafísicas,  sus ideas sobre el arte de escribir y su admiración sin horarios hacia ese ícono de las letras que es Miguel de Cervantes Saavedra están consignadas en las páginas de este libro que se lee de un solo tirón, degustando esa prosa rica en frases con sentido lírico. 

En “Navegante en tierra firme” está la impronta de un escritor que ha tomado la palabra como instrumento para expresar su asombro frente a la belleza, sea esta en el terreno femenino, en la creación literaria o en el embrujo del paisaje. César  Montoya Ocampo tiene la sensibilidad artística suficiente para dibujar con su pluma, en forma magistral, tanto el cuerpo de una mujer como el ambiente bucólico de una vivienda campesina. En su prosa se descubre esa facilidad que tiene para describir los rasgos físicos de una persona. Cuando describe el rostro de alguien se advierte ese minucioso trabajo de fijamiento en aspectos tan sencillos como el sonido de la sonrisa, la forma cómo abre los labios para pronunciar palabras o la manera como mueve las cejas para transmitir asombro.

Cuando se habla sobre el estilo literario de César Montoya Ocampo es importante recalcar en cómo cada artículo suyo tiene ese acabado de perfección literaria que solo una gran pluma puede darle a cuanto escribe. Su prosa, que es cantarina, alegre, exultante, reúne los elementos que hacen perdurable un escrito: ágil manejo del idioma, riqueza de vocabulario, ausencia de frases cacofónicas, excelente elaboración de las oraciones, escasez de anáforas, dominio de la sintaxis y respeto por las normas gramaticales. Pocas veces uno encuentra en sus textos problemas de construcción de la frase. Siempre el complemento verbal aparece en su prosa como un requerimiento del estilo, no como un elemento para darle sonoridad a la oración. 

En este nuevo libro de César Montoya Ocampo el lector se encuentra con algo que es una constante en su estilo de escribir: el uso del adjetivo El escritor es consciente de que no es capaz de despojarse de este recurso del idioma cuando se enfrenta al papel en blanco. Esto lo ha llevado a decirles a quienes critican su estilo de alambicado que el adjetivo es a la prosa lo que la corbata al vestido: entona, hermosea, adorna, luce, realza, complementa. En este sentido, afirma: “somos muchos los disidentes que enarbolamos a su majestad el adjetivo como rey en la creación literaria”. En sus artículos el adjetivo no aparece por simple capricho retórico sino porque la oración lo exige para darle acabado estético. El autor sabe en qué momento debe insertarlo en el texto.

En “Navegante en tierra firme” aparecen notas que confirman la pasión de César Montoya Ocampo por los clásicos, esos autores que desde su lejana infancia le abrieron postigos de asombro a su inquietud mental. El título del libro habla de un argonauta que ha navegado hacia el conocimiento sobre las páginas de los libros,  desde ese puerto en tierra firme que es su biblioteca. Como navegante, lleva hacia el mar de sus sueños, asentados sus pies en la tierra, el equipaje de su erudición, alcanzada en horas de intensa lectura. En el prólogo, Hugo Tovar Marroquín dice: “el título, de por sí, presagia la hondura que rezuma cada una de sus páginas”. Y el escritor Rubén Darío Toro dijo: “Montoya es un marinero que ha dejado la mar para conducir por tierra, como Maqroll el Gaviero, la nave de sus conocimientos”.  

“Navegante en tierra firme” es un compendio de las preocupaciones temáticas de César Montoya Ocampo, un tributo de admiración a la cultura helénica, una puerta abierta para entrar en el universo de autores como Esquilo, Eurípides, Sófocles, Suetonio, Homero y Virgilio. Es también un libro para entender cómo una mujer produce en el corazón del hombre terremotos extraños, o cómo los perros se convierten  en miembros importantes del clan familiar, o cómo los libros sacuden con fuerza volcánica el alma. En este libro el autor nos enseña cómo Tiresias, en “Edipo Rey”, logra sobrellevar su angustia existencial, y cómo Zeus permitió que los Aqueos destruyeran la ciudad de Priamo, y cómo Aquiles huye cuando las aguas del río Escamandro amenazan con arrastrarlo.