Por JOSE MIGUEL
ALZATE
Para abordar el
manejo del erotismo en Cien años de
soledad debemos hacerlo teniendo en cuenta lo que Mario Vargas Llosa señala
en el ensayo “Erotismo, pornografía y literatura”: “La frontera entre erotismo y pornografía sólo se puede definir en
términos estéticos. Toda literatura que se refiere al placer sexual y que
alcanza un determinado coeficiente estético puede ser llamada literatura
erótica. Si se queda por debajo de ese mínimo que da categoría de obra artística
a un texto, es pornografía”. Lo
anterior quiere decir que para que las escenas eróticas en una novela no caigan
en pornografía barata debe haber refinamiento literario al escribir. Si una
novela aborda el tema del sexo como expresión natural de la condición humana,
arropando las escenas de sexo con belleza literaria, dándole dimensión
artística, logra transmitirle al lector una imagen bella de la relación sexual.
Pero si el escritor no tiene la maestría para manejar el lenguaje del erotismo
con arte literario, cae fácilmente en un relato de contenido pornográfico.
Desde los primeros
capítulos de Cien años de soledad se
advierte ese cuidado que pone García
Márquez para narrar temas que tienen connotación erótica. La primera escena de
este tipo es cuando nace José Arcadio. La mamá, Úrsula, se asusta cuando,
después del alumbramiento, descubre que el bebé nace con el pene muy grande.
Preocupada, le pregunta a la partera sí eso no es peligroso; la mujer le
contesta que se quede tranquila porque, cuando sea mayorcito, el muchacho “va a
ser muy feliz”. En sus palabras, la buena dotación que le dio la naturaleza le
servirá para hacer muy feliz al sexo opuesto. Una vez hecho hombre, José
Arcadio se dedica a vivir de las mujeres que le pagan por hacerles el amor.
Cuando se va de Macondo, detrás de una gitana que llegó con el circo, a
recorrer el mundo, sobrevive durante todos esos años gracias al portento de
herramienta con que fue dotado. Nunca aprendió a trabajar. El dinero se lo
ganaba haciendo felices a las mujeres. En el relato que hace García
Márquez de esa experiencia aparece un
narrador que sabe hasta dónde puede avanzar con esas escenas donde la pareja se
entrega para disfrutar el cuerpo.
Cuando José Arcadio
vivía en la casa de Macondo, Pilar Ternera se enamoró de él cuando descubrió el
“tremendo animal dormido que tenía entre las piernas”. Tanto, que lo convierte
en su amante. Le permite que todas las noches la visite en su casa. Dejaba el
portón ajustado para que él entrara sin problemas después de que se escapaba,
caminando en puntillas, de la casa. Cuando regresaba al amanecer, exhausto de
las faenas sexuales de toda una noche, lo hacía sigilosamente para no despertar
a nadie. Sin embargo, Aureliano, el hermano, se daba cuenta de sus salidas.
Pero nunca le decía nada. Hasta que un día no se aguantó y le preguntó que para
dónde salía todas las noches. Con la condición de que nunca se lo dijera a
Úrsula, José Arcadio le contó la verdad. Cuando terminó de hacerle el relato de
sus experiencias en la cama con Pilar Ternera, Aureliano sólo atinó a
preguntarle qué se sentía haciendo el amor con una mujer. Entonces el hermano
le contestó: “eso es como un temblor de tierra”. Aquí el lenguaje es apenas sugerente. Las
escenas eróticas están narradas con el cuidado extremo que se requiere para
darle al tema dimensión artística.
La actitud de José Arcadio hacia
Pilar Ternera cambia cuando esta le dice. “Ahora sí eres un hombre”. Como él no
entendió lo que la amante le decía, ella se lo explicó diciéndole: “Vas a tener
un hijo”. José Arcadio empezó entonces a escondérsele. Y encuentra la fórmula
precisa para huir de ella la tarde en que llegan de nuevo los gitanos con un
circo. Con ellos llega una mujer, gitana ella, casi una niña, que lo deslumbra
con su belleza. Después de verla, José Arcadio se le acerca por la espalda, y
la convence para que hagan el amor en una cama del circo, frente a la vista de
los demás. Es ahí cuando lo ve otra gitana que entra con un tipo a hacer el
amor en la misma pieza y cuando lo mira tirado en la cama, completamente
desnudo, descubre que está muy bien
dotado. La mujer “examinó con una especie de fervor patético su magnífico
animal en reposo” y, luego, le dijo: “Muchacho, que Dios te la conserve”. Fue
ahí cuando, después de hacer el amor con la gitana joven, decidió irse con el
circo, dejando a Pilar Ternera con su hijo.
Hay en Cien
años de soledad una escena erótica que surge como consecuencia del duelo de
honor donde el padre de la estirpe mató a su compadre Prudencio Aguilar
atravesándole la garganta con una lanza. Resulta que en Macondo se empezó a
rumorar que José Arcadio Buendía era impotente. Todo porque, un año después de
haberse casado, su mujer no quedaba en
embarazo. García Márquez dice que “la intuición popular olfateó que algo
irregular estaba ocurriendo”. En el pueblo se regó el cuento de que Úrsula
Iguarán continuaba virgen. Pero la verdad era que la esposa se resistía a tener
relaciones sexuales con el marido debido al miedo que le infundiera su madre en
el sentido de que, si lo hacía, era posible que naciera un hijo con cola de
cerdo. Todas las noches la pareja forcejeaba durante horas, él tratando de
quitarle el cinturón de castidad que la mamá le había hecho con lona de velero
y ella defendiéndose para que no se lo quitara. Así vivieron ese primer año.
La ofensa
proferida por Prudencio Aguilar en la gallera cambió las cosas. Esa misma noche
se consumó el matrimonio. Al entrar al dormitorio, Úrsula estaba colocándose el
cinturón de castidad. Inmediatamente, “blandiendo la lanza frente a ella”, el
marido le ordenó: “!Quítate eso¡”. La mujer, al darse cuenta de la furia de
José Arcadio, solamente atinó a decir: “Tú serás el responsable de lo que
pase”. Entonces, clavando la lanza en la tierra, el marido herido en su orgullo
de hombre dijo: “Si has de parir iguanas,
criaremos iguanas. Pero no habrá más muertos en este pueblo por culpa tuya”.
El novelista recrea la consumación del matrimonio en un lenguaje que por ser
sencillo no pierde el brillo literario: “Estuvieron
despiertos y retozando en la cama hasta el amanecer, indiferentes al viento que
pasaba por el dormitorio”. Nótese aquí cómo el escritor sabe condensar
hábilmente los sucesos para darle a entender al lector la razón que llevó a Úrsula
a dejarse poseer esa noche por el marido herido en su honor de hombre.
Mario
Vargas Llosa habla en el ensayo arriba citado sobre las fronteras entre el
erotismo y la pornografía. Dice: “No hay
gran literatura erótica, lo que hay es erotismo en grandes obras literarias.
Una literatura especializada en erotismo y que no integre lo erótico dentro de
un contexto vital es una literatura muy pobre”. Lo que logra García Márquez
cuando introduce escenas eróticas en la novela es imprimirle realismo a una
historia donde nada debe quedar por fuera, porque está mostrando pasiones que
son inherentes al ser humano. Cuando el novelista está interesado en narrar la
vida de un pueblo sin tapar nada, debe incluir en su narrativa todos los
elementos que le dan corporeidad. Así como cuenta el proceso histórico, las
costumbres ancestrales, los fenómenos violentos, también debe hacerlo con los
temas intimistas, donde quede reflejada la actitud del hombre frente al sexo.
Lo importante es lograrlo con arte literario, dándole al lenguaje esa
connotación artística que lo haga hermoso en la mente del lector.
En Cien años de soledad existen varios
pasajes que muestran la maestría de Gabriel García Márquez para describir
escenas eróticas donde se alcanza una exaltación de la líbido sexual sin caer
en la ramplonería, mostrándolas como ese derecho que tiene el ser humano al
placer. Veamos, como ejemplo, lo que pasa con José Arcadio, el hermano del
coronel Aureliano Buendía, cuando regresa a Macondo después de muchos años de
ausencia. El hombre se dedicó a vivir de brindarles placeres sexuales a las
mujeres de los países por donde andaba. Cansado de esta vida, regresa a la
casa. Llega sin un peso en el bolsillo. Úrsula debe darle los dos pesos para
pagar el alquiler del caballo en que llegó. Una vez en la casa, se echa a
dormir tres días seguidos en una hamaca. Cuando decide salir a la calle, “después
de tomarse dieciséis huevos crudos”, lo primero que hace es irse para la tienda
de Catarino, que queda en la zona de tolerancia. Al llegar allí, ofrece pagar
la cuenta de todos los que están bebiendo. Lo hace sabiendo que no tiene plata.
¿Cómo paga
José Arcadio la cuenta del licor consumido por todos los que están en ese
momento en la tienda de Catarino? Recurre a su fuerza bruta. El propietario del
negocio le propone una apuesta: si saca la vitrina mostrador, solo, hasta la
calle, la cuenta queda saldada. Pero si no es capaz, José Arcadio debe pagarla.
Para sorpresa de todos, “lo arrancó de su sitio, lo levantó en vilo sobre la
cabeza y lo puso en la calle”. Así ganó la apuesta. El mostrador era tan
pesado, que fue necesaria la fuerza de once hombres para regresarlo a su sitio.
Luego “exhibió sobre el mostrador su masculinidad inverosímil, enteramente
tatuada con una maraña azul y roja de letreros en varios idiomas”. Las
mujeres quedaron tan impresionadas con el tamaño de su miembro, con su fuerza
descomunal y con su enorme musculatura, que empezaron a imaginarse cómo sería
una noche con él en la cama.
Al darse
cuenta de que las mujeres le miraban con un asomo de incredulidad el tamaño de
su miembro, José Arcadio Buendía les preguntó quién pagaba más por tener sexo con
él. La que más dinero tenía le ofreció veinte pesos. Pero como a él le pareció poco,
propuso rifarse entre todas, a diez pesos la boleta. Todas se apuntaron. Recogió
ciento cuarenta pesos. Fue sacando los nombres del sombrero donde fueron
metidos en papelitos y, cuando faltaban únicamente dos nombres, dijo: “Cinco
pesos más cada una y me reparto entre ambas”. Ellas aceptaron. No obstante que
en una buena noche se ganaban máximo ocho pesos, dispusieron de sus ahorros
para disfrutar de un hombre que por el tamaño de su herramienta les garantizaba
la satisfacción sexual. De eso vivía José Arcadio. Inclusive, le había dado la
vuelta al mundo sesenta y cinco veces, complaciendo mujeres insatisfechas.
Aureliano es
diferente a su hermano José Arcadio en lo que a la sexualidad se refiere. Es un
hombre sin sus ímpetus sexuales, más calmado. Su primera experiencia sexual
tuvo lugar bajo la carpa de un circo, con la niña que la abuela explotaba para
recoger el dinero con que reconstruiría su casa, que se había incendiado por
culpa de la menor. Un día fue a donde Pilar Ternera para que le enseñara las
artes amatorias. Pero ella se negó. Sin embargo, años después vuelve hasta la
casa de ella, dispuesto a hacer realidad su sueño de poseerla. Se apareció allí
en medio de una borrachera. Antes había rechazado las caricias que una mujer en
la tienda de Catarino quiso brindarle. “Vengo a dormir con usted”, le dijo
cuando traspasó la puerta de su casa “con la ropa embadurnada de fango y de
vómito”. Entonces Pilar Ternera “le limpió la cara con un estropajo húmedo, le
quitó la ropa, y luego se desnudó por completo y bajó el mosquitero para que no
la vieran sus hijos si despertaban”. Fue en esa ocasión cuando Aureliano se
sintió realizado en el aspecto sexual.
José
Arcadio se casó con Rebeca días después de su regreso. Descubrió que era la
mujer de su vida la tarde en que ella, aprovechando que todos hacían la siesta,
se apareció en el cuarto donde él descansaba en la hamaca, impulsada por ese
deseo irreprimible que sentía de disfrutar de su compañía. “Perdone, no sabía
que estaba aquí”, dijo ella cuando entró en el dormitorio. El le contestó: “Ven
acá”. Entonces ella se dejó llevar por el deseo de estar con él. Ni siquiera se
resistió a sus caricias cuando José Arcadio le tocó los tobillos con la yema de
los dedos. Tampoco se resistió cuando le puso las manos en los muslos. Después
todo fue como un sueño. Rebeca sintió como si una brasa ardiente le quemara
todo el cuerpo. “Una potencia ciclónica
asombrosamente regulada la levantó por la cintura y la despojó de su intimidad
en tres zarpazos”, narra García Márquez. Y agrega luego: “Sintió el soplo ardiente de un animal en
carne viva que la penetraba”.
Después
de hacer el amor con José Arcadio, a Rebeca le desaparecieron los vómitos que
la atacaban cuando pensaba en él, las noches que pasó tiritando de fiebre al
recordarlo, las tardes en que se quedaba embelesada observando su cuerpo fornido.
Se casaron tres días después, en la misa de cinco. Como en Macondo todos creían
que eran hermanos, el padre Nicanor Reina se encargó de aclarar en el sermón
del domingo que no lo eran. Según el narrador, la luna de miel fue escandalosa.
“Los vecinos se asustaban con los gritos
que despertaban a todo el barrio hasta ocho veces en la noche, y hasta tres
veces en la siesta, y rogaban que una pasión tan desaforada no fuera a
perturbar la paz de los muertos”.
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