Por JOSE MIGUEL
ALZATE
En “Cien años de
soledad”, la obra cumbre de Gabriel García Márquez, hay personajes que, por su presencia
mítica en la novela, se roban el interés del lector. Si para Mario Vargas Llosa
el coronel Aureliano Buendía es la personalidad fulgurante del libro, para Julio
Cortázar es José Arcadio, el primer vástago de la estirpe, el personaje que
acapara la atención. Pero aparecen en la novela otros personajes que
trascienden por ese hálito de fantasía que García Márquez les imprime. Uno de estos
es Amaranta, la única hija mujer del matrimonio entre el viejo José Arcadio Buendía
y Ursula Iguarán. Amaranta es la tía cariñosa que se encarga de cuidar a los
nuevos miembros de la familia cuando llegan a la casa después de su nacimiento.
Amaranta es un
personaje que se destaca del conjunto por las particularidades que la
identifican. Ella ve en sus sobrinos a esos hijos que nunca tuvo. Por esta
razón se preocupa por ellos. Pero también los mira con ojos de mujer.
Recuérdese cómo los mete a su cama para brindarles caricias. Inclusive uno de
ellos, Aureliano José, se enamora de la tía. Tanto, que un día en que Ursula
los encuentra en el granero dándose un beso, le dice: “¡Quieres mucho a tu tía!”
A lo que el muchacho responde que sí. El sobrino siente los aletazos del placer
cuando en las noches, al meterse en la cama de Amaranta, ella le toca el
cuerpo. El recuerdo de esas noches lo persigue cuando se va de la casa. Y al regresar lo primero que hace es
proponerle matrimonio. Desde luego, ella lo rechaza.
Amaranta se enamora.
Pero no se sabe por qué razón siempre renuncia a la felicidad del matrimonio.
Cuando a Macondo llega Pietro Crespi, el italiano vestido de lino blanco que
llegó a la casa para instalar la pianola que Ursula compró con las ganancias
dejadas por la venta de bombones, Amaranta se enamora perdidamente de él. Pero
no es correspondida. La que despierta los sentimientos del italiano es Rebeca.
Tanto, que formalizan el noviazgo. Y acuerdan fecha para el matrimonio.
Amaranta, desengañada, dice que se casarán, pero sobre su cadáver. Es así como
hace tretas para que no se casen. Una fue cuando le hizo llegar a Pietro Crespi
una carta donde le dicen que su mamá está grave. El emprende viaje hasta su
país. Evita así que se case el domingo siguiente.
No es con inventar situaciones
inverosímiles como Amaranta logra que Pietro Crespi se fije en ella como mujer.
Al regreso de José Arcadio de ese largo viaje que hizo cuando se fue detrás del
circo de los gitanos, Rebeca se va a vivir con él. Entonces Amaranta empieza
consolando a Pietro Crespi, hasta que este se enamora de ella. Pero cuando, años
después, le propone matrimonio, Amaranta no acepta. Desengañado, el italiano se
encierra en su almacén de instrumentos musicales en la calle de los turcos, y
se suicida cortándose las venas. Amaranta sintió el peso de la conciencia. Para
pagar el desaire que le hizo a Pietro Crespi se dejó quemar una mano en el
fogón, y hasta su muerte cubrió el brazo con un trapo negro. Era como si
quisiera llevar luto por el difunto.
El último
pretendiente que tuvo Amaranta fue el coronel Gerineldo Márquez, el eterno
compañero del coronel Aureliano Buendía en los tiempos de la guerra civil. Pero
cuando le propuso matrimonio también le dijo que no. Se dedicó entonces a tejer
la mortaja que cubriría el cuerpo de Rebeca cuando muriera. Pero después de que
la muerte la visitó y le dijo que moriría dos días después de terminar la
mortaja, supo que estaba elaborando la de ella. Así que demoró casi un año para
terminarla. Antes de que esto pasara, repartió sus cosas entre los pobres.
Luego mandó llamar al carpintero para que le tomara las medidas de su ataúd. De
pie, en la sala, como si le estuvieran tomando las medidas para un traje de novia,
le dijo al hombre que quería un ataúd a su medida.
Amaranta dedicó su
último mes de vida a decirles a todos los habitantes de Macondo que
aprovecharía para llevarles cartas a los seres queridos que habían muerto antes
de ella. Entonces la casa empezó a llenarse de gente que traía cartas para los
familiares muertos. Las depositaban en
una urna de madera que ella mandó a hacer. A su muerte, la pusieron junto al
ataúd para que la gente siguiera echando las cartas. Ursula Iguarán lloró desconsolada su partida.
Pero en el momento final, cuando la iban a enterrar, confirmó lo que todo
Macondo sospechada: que Amaranta no había perdido la virginidad. “Amaranta se
va de este mundo como vino”, dijo la anciana en el entierro. Después se tiró a
la cama y no se volvió a levantar hasta el día del entierro de los gemelos.
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