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martes, 21 de diciembre de 2010

El discurso de Vargas Llosa

Por JOSE MIGUEL ALZATE



El discurso pronunciado por Mario Vargas Llosa en la entrega del Premio Nobel de Literatura es una pieza literaria que debe leerse con el cuidado que amerita una página dirigida a exaltar el valor de la palabra como elemento primario para crear ficciones. Desde el párrafo de entrada, donde el escritor señala que aprendió a leer a la edad de cinco años en la clase que el hermano Justiniano dictaba en el Colegio de la Salle, en Cochabamba, hasta la línea final donde expresa que “es necesario derrotar la carcoma del tiempo y convertir en posible lo imposible”, el discurso tiene un excelente acabado literario. Parece escrito con la convicción plena de que al lector debe contársele no sólo cómo es el proceso de partogénesis de un libro, sino también cómo se produce la formación literaria de un escritor.



En el “Elogio de la lectura y la ficción” Mario Vargas Llosa recuerda con nostalgia los tiempos de la infancia. Y cuenta cómo se embebía en la lectura de libros que le fueron marcando un camino en su deseo de convertirse en autor de ficciones. Nos narra esas emociones íntimas que vivió cuando, entregado a la lectura de “Veinte leguas de viaje submarino” y “Los miserables”, de Julio Verne y Víctor Hugo, respectivamente, viajó de la mano del Capitán Nemo y de Jean Valjean para descubrir en la magia de estos libros ese mundo creado por dos escritores que tomaron al hombre como objeto de sus meditaciones intelectuales. Vargas Llosa nos dice, en una confesión sincera, que las primeras cosas que escribió “fueron continuaciones de las historias que leía”.



Hay en este discurso de Mario Vargas Llosa un reconocimiento tácito a aquellos escritores que descubrió en su juventud. En este sentido, el autor de “La fiesta del chivo” dice que se ha pasado la vida prolongando en el tiempo esas historias que llenaron su infancia. Y cita a William Faulkner, a Carlos Dickens, a Honorato de Balzac, a Thomas Mann, a León Tolstoi, entre otros, como los modelos literarios que hicieron posible su crecimiento intelectual. Afirma, incluso, que “la destreza estilística y la estrategia narrativa” las aprendió de esos autores que despertaron con sus historias su capacidad de asombro. Señala además que una obra literaria comprometida con la actualidad “puede cambiar el curso de la historia”. En esta afirmación esta explícito el compromiso político del escritor peruano que se desencantó de la revolución cubana.



El discurso pronunciado por Vargas Llosa en Estocolmo tiene un importante contenido político. El autor de “El paraíso en la otra esquina” no podía desaprovechar este escenario para hablar de sus convicciones en este sentido. Cuando dice: “Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión”, el escritor está señalando que el camino para alcanzar una sociedad con equidad social es el que construye un sistema político que respeta las libertades ciudadanas. Aquí se manifiesta el líder político que anida en su personalidad. Sobre todo por las críticas que hace a los regímenes totalitarios. El escritor alerta sobre las formas de opresión.



La libertad de expresión es otro tópico que analiza, con profundidad, el escritor peruano. Al respecto dice que la literatura no sólo nos sumerge en el sueño de la belleza, sino que nos ayuda a tener una visión amplia del mundo. Cuando señala: “pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes”, está cuestionando a los dictadores que por miedo al poder de la palabra establecen la censura como una medida para evitar que sus excesos sean conocidos allende las fronteras.



El texto leído por Vargas Llosa en el acto de entrega del Premio Nobel es una honda reflexión sobre el poder, sobre la relación del escritor con los libros, sobre los temas que motivan la creación de ficciones y sobre la actitud del intelectual frente al mundo. Aquí el novelista conceptúa sobre la libertad, la soledad y la belleza literaria. Hay en este escrito una frase lapidaria: “La civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas”. Esto es cierto. Los creadores de ficciones han convertido el mundo en un espacio donde, al decir del autor galardonado, “la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana”. “Elogio de la lectura y la ficción” es una página literaria bien concebida, escrita con fuerza ensayística, donde el autor revela, en un lenguaje transparente, sus preocupaciones como hombre y como artista.

domingo, 19 de diciembre de 2010

"Cartas a un joven novelista"

Por JOSE MIGUEL ALZATE



"Cartas a un joven novelista", el último libro publicado por el escritor peruano Mario Vargas Llosa, que tan encendidos comentarios ha recibido por parte de algunos analistas literarios, es una obra que tiene como destinatario un público propio: personas con vocación literaria que apenas empiezan a transitar los senderos de la creación novelística. Porque aquí el autor de "Pantaleón y las visitadoras" transmite a sus lectores no solamente sus propias experiencias como creador de ficciones sino que explica en detalle la teoría de la novela. En este sentido, "Cartas a un joven novelista" es un libro que se lee con un interés creciente de capítulo en capítulo. Por una razón muy sencilla: Vargas Llosa enseña aquí no solo técnicas literarias sino también estructura novelística. Colocando como ejemplo obras clásicas de la literatura universal, el escritor nos va demostrando cómo se debe manejar el lenguaje literario, cómo se deben incorporar en el texto narrativo los tiempos y espacios, cómo se llega a la madurez creadora, cómo se deben abordar los temas novelables. En un estilo epistolar que impacta desde la primera línea debido a la profundidad de su exposición, Vargas Llosa aborda todos los elementos creativos que deben tenerse en cuenta para crear una novela. Ahí radica la importancia de este libro.



"Cartas a un joven novelista" es un libro que responde a muchos interrogantes sobre la construcción de una novela. Lo primero que el autor destaca es que la vocación literaria no es un simple pasatiempo, un deporte que se ejercite o un juego refinado para los momentos de ocio. Para Vargas Llosa escribir es una profesión que requiere una dedicación exclusiva, algo así como una prioridad ante la cual nada puede anteponerse. Quizá por esta razón sentencia: "Solo quien entra en literatura como entra en religión, dispuesto a dedicar a esa vocación su tiempo, su energía, su esfuerzo, está en condiciones de llegar a ser un verdadero escritor". Es decir, para el novelista peruano no tiene sentido el escritor que labora únicamente los fines de semana, sin una dedicación constante al arte, solamente como un pasatiempo. Y recuerda el pensamiento de Jean Paul Sartre cuando sostiene que la literatura más que una vocación es una elección, un camino que se traza una persona para realizarse en la vida. El talento, según su criterio, no se da de una manera precoz sino a través de una disciplina y una perseverancia en el arte de escribir. Y coloca como ejemplo los casos de escritores como Ernest Hemigway, André Malraux, Jhon Dos Passos, Albert Camus y William Faulkner. Ellos simbolizan la constancia y la disciplina.



En estas cartas que Mario Vargas Llosa dirige a un anónimo aprendiz de escritor que anhela conocer los secretos de la novela, su estructura misma, el manejo de los narradores, el dominio de los espacios geográficos, se advierte desde un principio cómo el novelista peruano domina la teoría de la novela. Aquí el célebre escritor que es Vargas Llosa nos dicta interesante cátedra sobre preceptiva literaria, sobre los valores semióticos de la novela, sobre sus significados ontológicos. Y nos enseña, en una prosa bien elaborada, cuáles son los vasos comunicantes de una obra literaria, cuál su poder de persuasión, cuáles son sus técnicas narrativas. El autor cita el libro de Robbe Grillet, "Por una novela nueva", para mostrarnos cómo los temas novelables se le imponen al novelista sin que éste los busque. Un escritor de ficciones no es responsable de los temas porque éstos se le presentan espontáneos, sin ataduras con su vida, sostiene Robbe Grillet. Y Vargas Llosa añade que el novelista nutre su creación literaria con sus propias ficciones, tomadas de su propia vida. Y coloca como ejemplo de su aserto la forma cómo Marcel Proust elaboró su obra "En busca del tiempo perdido", partiendo de sus propias fantasías, nutriendo la obra con aspectos autobiográficos. En este aspecto también coloca como ejemplo los casos de Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Juan Rulfo y Julio Cortázar.



En "Cartas a un joven novelista" Vargas Llosa teoriza sobre la novela con argumentos sólidos desde el punto de vista estructural. El manejo de los narradores, la coherencia del estilo, el salto cualitativo, los espacios geográficos, las técnicas narrativas, el dominio del tiempo cronológico, el dato escondido son temas que Vargas Llosa desarrolla a lo largo del texto en un estilo dialéctico, como enseñando a escribir. De esta forma nos conduce por el mundo creativo de diferentes novelistas. Y nos demuestra cómo el poder de persuasión en "La metamorfosis", de Franz Kafka, es hábilmente manejado. Al respecto dice: "El hecho prodigioso, la transformación de Gregorio Samsa en una horrible cucaracha, tiene lugar en la primera frase de la historia, lo que instala a ésta, desde el principio, en lo fantástico". Aquí Vargas Llosa sostiene que este hecho, el de la transformación, es simple creación literaria antes que realidad inmediata. Igualmente analiza el "Ulises" de James Joyce, deteniéndose a explicar cómo se narra allí solamente 24 horas en la vida de Leopoldo Bloom. Esto para comprobar cómo el poder de la imaginación no le quita fuerza al argumento mismo de una novela. Por todo lo anterior es que "Cartas a un joven novelista" es un libro indispensable en la biblioteca de cualquier persona que se interese en escribir narrativa. Un libro que, en definitiva, nos señala nuevos caminos en la creación literaria.

Ultimos días de Bolívar

POR JOSE MIGUEL ALZATE

Pasó casi inadvertida la conmemoración de los 180 años de la muerte del libertador Simón Bolívar. Y digo casi inadvertida porque ese día sólo apareció, en El Tiempo, una columna escrita por Juan Carlos García donde se recordaba que el 17 de diciembre de 1830 murió, en la Quinta de San Pedro Alejandrino, el padre de la Patria. De resto, ningún periódico del país publicó artículos donde se dijera cómo fue la muerte del genio caraqueño que libertó cinco repúblicas. La pregunta es: ¿Estamos olvidando al hombre más grande que dio América? Los medios de comunicación tienen el compromiso de recordarles a los ciudadanos las efemérides que han marcado su destino. Sobre todo para que las nuevas generaciones tengan conocimientos sobre la vida de los hombres que lucharon por nuestra libertad.

¿Por qué razón debemos conmemorar los 180 años de la muerte de Simón Bolívar? Muy sencillo. Porque fue el hombre que nos liberó del yugo español. Y, sobre todo, porque fue el constructor de nuestra nacionalidad. Cuando en esos días decembrinos Próspero Reverend estaba atendiendo en su lecho de enfermo al hombre que con su espada logró nuestra independencia, sabía que estaba al frente de un ser humano excepcional, que sólo después de muerto alcanzaría el cénit de la gloria. Tal vez el médico recordaba la frase que el 2 de agosto de 1825 pronunció José Domingo Choquehuanca cuando Bolívar pasó por el pueblo de Pucará, en territorio peruano: “Con los tiempos crecerá tu gloria como crece la sombra cuando el sol declina”.

¿Cómo fueron los últimos días del padre de la patria? Gabriel García Márquez escribió una hermosa novela, “El general en su laberinto”, donde recrea literariamente el viaje del libertador desde Bogotá hasta Santa Marta después de entregar la presidencia de la Gran Colombia el 4 de mayo de 1830. “Vámonos, que aquí no nos quiere nadie”, le dijo Bolívar, el 8 de mayo, a su fiel servidor, José Palacios. García Márquez dice que para ese año ya la enfermedad estaba causando estragos en su humanidad. “A medida que bajaba de peso iba disminuyendo su estatura”, dice el novelista. A Santa Marta llegó exhausto, disminuido en su vitalidad, aquejado por los dolores. El español Joaquín de Mier y Benítez le ofreció su quinta para que se quedara allí, sin pensar que en ese lugar encontraría la muerte. Ni que por este motivo su hacienda pasaría a la historia.

A la una y tres minutos de la tarde del 17 de diciembre de 1830, a la edad de 47 años, abandonado por quienes lo acompañaron en su tarea de consolidar la unión de las repúblicas que libertó, falleció el hombre cuyo pensamiento sigue teniendo vigencia política. Una frase suya: “Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”, se convirtió en la expresión del último deseo de quien en 1928, durante la Gran Convención de Ocaña, originó el nacimiento de los partidos políticos en Colombia. ¿La razón? El enfrentamiento entre santanderistas y bolivarianos. Los seguidores de Bolívar, los centralistas, proponían el fortalecimiento de la autoridad del libertador. Los federalistas, que seguían a Santander, querían quitarle poder, creando un estado federal. Ante el fracaso de la convención, meses después Bolívar se declaró dictador.

¿En qué circunstancias murió Simón Bolívar? Los historiadores dicen que su estado de salud empeoró el 10 de diciembre. Su apariencia cadavérica hizo pensar a todos que el final de su vida estaba próximo. Por esta razón, sus allegados mandaron llamar al obispo de Santa Marta, José María Estévez, para que lo asistiera. El sacerdote Hermenegildo Barranco, párroco de Mamatoco, le puso los Santos Oleos. Gabriel García Márquez dice en “El general en su laberinto” que ese día el obispo Estévez se vistió de pontifical. Y que estuvo encerrado con el libertador por espacio de 14 minutos. Pero que nadie supo de qué hablaron. Anota, sin embargo, que el prelado no atendió los insistentes llamados que le hicieron para que oficiara las honras fúnebres.

La historia registra el momento de la muerte del Genio de América como un hecho que demuestra la soledad del poder. Pocos amigos están a su lado cuando expira. Ninguna mujer lo acompaña. Ni siquiera Manuelita Sáenz. Ese día “no pudo levantarse sólo de la hamaca”; el médico Prospero Reverent tuvo que ayudarlo: “Lo sentó en la cama, apoyado en las almohadas, para que no lo ahogara la tos”. Gustavo Páez Escobar dice, en un excelente artículo titulado “Las tristezas de Bolívar”, que en el momento de su muerte su cuerpo fue cubierto con una camisa prestada por el general Mariano Montilla. Sus exequias se realizaron en la Catedral Basílica de Santa Marta. En este lugar reposaron sus restos hasta diciembre de 1842.

martes, 14 de diciembre de 2010

"Hitos de la identidad caldense"

Por JOSE MIGUEL ALZATE



Un libro de reciente aparición, “Hitos de la identidad caldense”, escrito por Jorge Eliécer Zapata Bonilla, un historiador oriundo de Supía que ejerce como presidente de la Academia Caldense de Historia, es una obra que rinde homenaje a todos esos hombres que han dedicado su vida a investigar en diversos archivos sobre el pasado histórico del Departamento de Caldas. En sus páginas aparecen los nombres de todos los historiadores que en la región se han preocupado por rescatar el pasado histórico de los municipios para dejar plasmados, en prosa bien cincelada, los sucesos que han marcado lo que el autor califica como hitos de la identidad regional.



Desde el prólogo escrito por Fabio Vélez Correa, donde sostiene que el autor expresa “ideas profundas, decantadas después de numerosas horas de lectura”, hasta el ensayo que cierra el libro, titulado “Revisión bibliográfica de la historia caldense”, este libro del reconocido escritor supieño se constituye en un aporte importante para afianzar las tesis sobre cómo ha sido el desarrollo de nuestro departamento. Estudiando el pensamiento de los escritores que se han interesado en el rescate de nuestra historia comarcana, Jorge Eliécer Zapata Bonilla logra explicarnos, en páginas bien logradas, cómo se formó este ente territorial, cuáles son nuestras raíces, qué significó la colonización antioqueña y quiénes ha forjado la cultura de Caldas.



En “Hitos de la identidad caldense” el lector se encuentra con una serie de ensayos que sobre el devenir histórico de la región el autor ha publicado en diferentes medios de comunicación, o que ha leído en eventos académicos sobre historia regional. Hay en estas páginas aproximaciones afortunadas a personajes que con su brillo intelectual han marcado nuestro itinerario, como Otto Morales Benítez, Adel López Gómez y Albeiro Valencia Llano. Al primero dedica dos extensos ensayos, donde lo señala como “guionista de la cultura caldense”. Sobre el maestro Adel López Gómez recoge un estudio donde muestra el sabor terrígeno de su obra literaria, destacándolo como uno de los más importantes representantes de la que se ha dado en llamar literatura costumbrista.



Campea en las páginas de “Hitos de la identidad caldense” una prosa bien elaborada, de excelente factura literaria, trabajada con la donosura propia de un escritor que se ha caracterizado por el manejo preciso del lenguaje. Jorge Eliécer Zapata Bonilla no recurre a eufemismos para calificar el aporte de los escritores caldenses al conocimiento de nuestra tradición cultural. Simplemente reconoce que quienes se han aventurado en el rescate de nuestro pasado histórico son verdaderos titanes de la investigación, que han hecho posible descubrir las raíces de nuestra formación étnica. Se expresan en este libro las preocupaciones temáticas de un escritor que muestra cómo los caldenses hemos construido una sociedad orgullosa de sus ancestros antioqueños.



Jorge Eliécer Zapata Bonilla rescata del olvido, en este libro, los nombres de varios personajes que colocaron su capacidad emprendedora para darle bases sólidas a la identidad regional. El ensayo sobre la personalidad del padre Nazario Restrepo Botero, un sacerdote educador que dejó honda huella en varios municipios de Caldas, es una página bien lograda. Aquí el lector descubre aspectos desconocidos en la vida del fundador del Municipio de Viterbo. El autor le da el puesto que merece en la historia de Caldas. Dice que fue un sacerdote fundador de pueblos, formador de juventudes, excelente orador sagrado y notable escritor. Un religioso que llegó de Sonsón para dejar en Caldas la impronta de su formación humanística.



Por la densidad de los temas tratados, “Hitos en la identidad caldense”, de Jorge Eliécer Zapata Bonilla, se convierte en un referente obligado cuando se quiera hablar sobre la historia de Caldas. ¿La razón? Es un libro donde se enfoca con criterio sociológico no sólo el proceso de la colonización antioqueña, sino también las costumbres de nuestros indígenas en los años de la conquista. El autor, que ha sido un estudioso de los temas históricos del occidente caldense, analiza el proceso migratorio que se vivió en Caldas después del año 1800, para determinar que los caldenses tenemos, como lo sostiene Otto Morales Benítez, fuertes raíces mestizas. Este libro está llamado a convertirse en texto de consulta cuando se quiera indagar sobre la realidad histórica de Caldas.


domingo, 31 de octubre de 2010

Crónica de un amor senil



Por JOSE MIGUEL ALZATE



Llama la atención del lector en “Memoria de mis putas tristes”, el libro de Gabriel García Márquez, el rompimiento del autor con la técnica clásica suya de narrar historias. No ha sido una constante estilística en el consagrado escritor la utilización de la primera persona. García Márquez ha recurrido, siempre, al narrador omnisciente o en tercera persona para escribir ficciones. Solamente en “El otoño del patriarca” rompe con ese estilo para darle paso a un narrador colectivo. En “La hojarasca”, sin embargo, utilizó la primera persona. Pero es en este, su último libro, donde aparece más consistente en el manejo de este narrador.



Gabriel García Márquez recurre a la técnica narrativa que utilizó Ernesto Sábato en “El túnel” cuando narra la historia del pintor Juan Pablo Castel, sindicado de la muerte de María Iribarne. Con más maestría, desde luego. El tono mismo del relato adquiere en “Memoria de mis putas tristes” una connotación poética. Su lenguaje es más elaborado, con momentos de esplendidez lírica, manejado con una donosura que invita a sumergirse en su lectura. Los términos escatológicos no le restan belleza al relato. García Márquez mantiene al lector en vilo, concentrado en lo qué ocurre con la niña de 14 años que le es facilitada al nonagenario por Rosa Cabarcas.



En este libro se narra la historia de un anciano que el día de su cumpleaños quiere regalarse una noche de amor con una niña virgen. Hijo de Florina de Dios Cargamantos, una intérprete al piano de música culta, vive en una casa “con arcos de estuco y pisos ajedrezados de mosaicos florentinos”. Es la misma casa donde nació, y donde se propone morir, solo, un día que desea “lejano y sin dolor”. La misma casa donde la madre se sentaba en las noches de marzo en un balcón para cantar arias de amor acompañada por sus primas italianas. La misma, también, donde el personaje escribe durante 40 años la columna semanal con destino al periódico.



Delgadina, el nombre que el anciano le coloca a la niña, es tomado de una canción compuesta en homenaje a la hija de un rey, encontrada muerta de sed en su cama, que había sido requerida en amores por su padre. El anciano se la canta mientras coloca su ropa sobre una silla, en una pieza que le facilita en su casa Rosa Cabarcas. Pero el nonagenario personaje debe contentarse con contemplarla tirada sobre la cama, “de medio lado, de cara a la puerta, alumbrada desde el plafondo por una luz intensa que no perdonaba detalle”. Esa noche, mientras llegaba la hora de la cita, el corazón se le iba “llenando de una espuma ácida” que le estorbaba para respirar.



“Memoria de mis putas tristes” es la crónica de un amor senil. Un libro donde un personaje que no tiene nombre en el libro, pero que podría llamarse Mustio Collado por el apodo que le colocan los alumnos en su clase de gramática, vive sus últimos años obsesionado por el amor de una niña. En sus páginas trasciende la pasión de un hombre que hace lo que esté a su alcance para hacerla feliz. No sólo le brinda cariño, sino que se preocupa por su situación económica. Delgadina es una humilde pegadora de botones en una fábrica de confecciones. Pero el anciano le garantiza su seguridad dejándole lo poco que tiene.



“Memoria de mis putas tristes” deja en el lector la sensación de que en esta obra Gabriel García Márquez sacrificó la imaginación en aras de darle patetismo a la historia narrada. En este libro no aparece por ninguna parte esa fantasía desbordante que caracteriza su literatura. Es una historia lineal, donde no sucede nada raro, excepto el asesinato de un ejecutivo bancario, cometido en la casa de la Cabarcas. Pero tiene un hálito de poesía. Mírese, para corroborarlo, esta frase: “Le cambiaba el color de los ojos según mi estado de ánimo: color de agua al despertar, color de almíbar cuando reía, color de lumbre cuando la contrariaba”.

"La agonía de una flor"

Por JOSE MIGUEL ALZATE



¿Nos estamos acostumbrando los colombianos a convivir con la violencia? Esta es una pregunta que necesitamos hacernos para tratar de entender por qué somos indiferentes ante el dolor de esos compatriotas que han sufrido en carne propia la violencia desatada por los grupos armados. ¿Qué respuesta podemos darle a este interrogante? Una muy clara: nos hemos vuelto insensibles ante el dolor ajeno. No nos conmueven los testimonios de las víctimas de esas masacres perpetradas por delincuentes que buscan, por medio del poder intimidador de las armas, someter a los propietarios legítimos de la tierra. Tampoco nos conmovemos con el drama que viven quienes han perdido su movilidad como consecuencia del estallido de una mina antipersona.



Una novela de reciente aparición nos lleva a cuestionarnos sobre el porqué de nuestra indiferencia hacia esa tragedia que padecen las familias que han perdido a sus seres queridos en actos violentos. Se trata de “La agonía de una flor”, de Fernando Soto Aparicio. En este libro el escritor boyacense nos enseña el dolor de una niña de quince años que quedó mutilada después de pisar una mina quiebrapata. Su nombre es Liria. Amante de la poesía, con mucha ternura acumulada en el alma, sus sueños se le destruyeron cuando caminaba por una vereda de Villatriste. Sin saber cómo, puso su pie en el artefacto explosivo. Herida de gravedad, es llevada al hospital de la población para que sea atendida. Pero no obstante los esfuerzos del médico, no logran salvarle la vida.



El argumento de “La agonía de una flor” tiene asidero en la realidad colombiana. Para hacer creíble la historia narrada, Fernando Soto Aparicio no necesitó forzar la imaginación. Los cuadros que muestra en la novela los vemos los colombianos, todos los días, en los noticieros de televisión. Villatriste simboliza a todos esos pueblos de la geografía colombiana que han sido sacudidos por la violencia. Es decir, el novelista tomó de la vida real los ingredientes para escribir una obra que es reflejo claro de la situación que desde hace varios años vive Colombia. Las masacres, el desplazamiento forzado, los asesinatos selectivos, el uso de motosierras para descuartizar cadáveres, la toma armada de pueblos, la violación de mujeres indefensas son hechos que han conmovido al país. El novelista, simplemente, deja un testimonio literario de esa violencia que nos acosa.



En monólogos donde sobresale esa capacidad de Soto Aparicio para interiorizar el alma de los personajes, Liria le cuenta al lector el drama humano que vive por culpa de quienes el escritor llama emisarios de la barbarie. Mientras mira desde su cama el techo del hospital, va narrando cómo su papá termina involucrado en los asesinatos que cometen los paramilitares. A él lo obligan a descuartizar los cuerpos con la motosierra que había comprado para talar árboles. Su mamá, mientras tanto, ejerce la prostitución en el puerto de Caravanar. Se dedicó a ese oficio cuando se dio cuenta de que el amor por el esposo había desaparecido. No obstante lo anterior, Liria es una niña dulce que no quiere dejarse arrastrar por esas aguas turbias que la rodean. Conserva la esperanza en un mañana mejor.



Gustave Flauberth dijo que el novelista es un artista que deja testimonio escrito de la época que le corresponde vivir. Eso ha hecho Fernando Soto Aparicio en su última novela publicada, “La agonía de una flor”. Los personajes transmiten al lector, en un lenguaje claro, lo que ocurre a su alrededor. El médico Martín, un profesional con sensibilidad social, cuestiona el sistema de salud. Y denuncia cómo la corrupción se lleva la mayor parte de los recursos asignados a este rubro en el presupuesto. Por su parte, la monja Margarita, que quedó embarazada después de que un grupo de paramilitares la violaron en el propio colegio dónde enseñaba, personifica a cientos de mujeres que han sufrido acceso carnal violento. Y que han sentido atropellada su dignidad.



Soto Aparicio denuncia en esta novela los atropellos cometidos por unos hombres que utilizan el poder de las armas para reducir a quienes se interponen en su camino. Una obra que nos lleva a pensar en qué momento esta sociedad engendró hombres capaces de cometer crímenes tan horrendos como descuartizar, con una motosierra, a un ser humano. Un libro donde se demuestra que los asesinos no tienen alma. Porque no escuchan ese grito angustiado de un escritor que llega a Villatriste para desempeñarse como profesor de literatura. Este es asesinado en la puerta del colegio, ante la mirada atónita de los estudiantes, simplemente porque en sus escritos se atrevió a denunciar todas sus fechorías. En pocas palabras, este libro sacude al lector.

sábado, 30 de octubre de 2010

40 años de gloria literaria


Por JOSE MIGUEL ALZATE

Muchos años después, frente al Rey Gustavo Adolfo de Suecia, el escritor Gabriel García Márquez había de recordar aquella tarde remota en que su esposa Mercedes Barcha lo acompañó hasta las oficinas del correo en Ciudad de México. Fue con ella a colocar, con destino a Editorial Sudamericana, el mamotreto donde había quedado fundido el trabajo de 18 meses de deslumbramiento literario. El paquete estaba dirigido a Francisco Porrúa. García Márquez era entonces un anónimo colombiano de 40 años de edad y una imaginación sorprendente, nacido en Aracataca, que soñaba con alcanzar algún día el éxito literario.

Con un bigote parecido al de Javier Solís, constitución delgada, rostro anguloso y cabello ensortijado, había llegado a Ciudad de México varios años atrás procedente de un país donde había descubierto, a temprana edad, el hechizo del lenguaje. Traía en su mente, madura ya, la idea de escribir una novela que lo catapultara como el más grande escritor latinoamericano de habla hispana. Era una historia que le rondaba en la cabeza desde los días lejanos en que su abuela Tranquilina Iguarán Cotes le contó las mágicas historias de un pueblo de calles polvorientas que en el sopor de las tres de la tarde escuchaba el sonido lúgubre de un tren que venía desde las bananeras.

El pálpito de escribir “Cien años de soledad” le llegó a Gabriel García Márquez la tarde del domingo 19 de febrero de 1950 cuando acompañaba a su madre, Luisa Santiaga Márquez Iguarán, en un viaje a Aracataca para vender la casa de los abuelos. Pero la epifanía lo asaltó una tarde del mes de junio de 1965 cuando, con su familia, se desplazaba en su pequeño vehículo marca Opel por la carretera que de Ciudad de México conduce al balneario de Acapulco. Inmediatamente se devolvió para encerrarse durante 18 meses en su casa con el fin de darle forma a ese mundo maravilloso que llenaba su mente.

Durante esos 18 meses de deslumbramiento literario el manejo de la economía familiar estuvo bajo la responsabilidad de Mercedes, su esposa. García Márquez le entregó cinco mil dólares para que realizara los gastos. Pero cuando la plata se acabó, ella empezó a empeñar los electrodomésticos. El escritor lo descubría cuando, después de las tres de la tarde, salía de su estudio para tomar aire. “¿Qué se hizo el televisor que estaba aquí?”, preguntaba. Y ella le contestaba: “Tuve que empeñarlo para poder subsistir”. La escena recuerda las vicisitudes que tiene que pasar Aureliano Buendía en “El Coronel no tiene quien le escriba” cuando, para poder comer mientras le llega la pensión, tiene que empeñar el radio transistor.

La tarde del 10 de diciembre de 1982, cuando recibió de manos del rey Gustavo Adolfo de Suecia el Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez recordaría con toda nitidez el momento en que, para cancelar el envío de los originales de “Cien años de soledad”, Mercedes sacó de su bolso los últimos pesos que le quedaban de la licuadora que había empeñado esa semana. “Sólo falta que esa novela no sirva”, dijo ella en un lenguaje donde se mezclaban, en perfecta armonía, la ilusión y el desengaño. Las esperanzas de redención económica estaban cifradas en ese manuscrito que enviaron a la editorial argentina en dos paquetes para que el porte saliera más barato.

Cuando en julio de 1965 se encerró en su casa de México para darle forma a “Cien años de soledad”, Gabriel García Márquez no pensó que cuarenta años después estaría recibiendo un homenaje de la magnitud del que por estos días le ha brindado su patria. Encerrado en su casa, huyendo talvez de las multitudes que lo asedian, celebrando sus ochenta años de edad en familia, debió sentirse orgulloso de saber que, gracias a su genio literario, está disfrutando la gloria en vida. Algo que, paradójicamente, no disfrutaron William Faulkner, Franz Kafka ni Virginia Wolf, sus maestros. En su encierro debió entender que las estirpes con talento humano no están condenadas a cien años de soledad porque ellas sí tienen una oportunidad sobre la tierra.