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viernes, 13 de mayo de 2016

"Cóndores no entierran todos los días"·



Por JOSE  MIGUEL ALZATE

La novelística de la violencia en Colombia dejó un libro, “Cóndores no entierran todos los días”, escrito por Gustavo Alvarez Gardeazábal, que con el correr de los años se ha convertido en clásico de una literatura que recoge, como testimonio histórico, esa época aciaga que vivió el país en la década del cincuenta del siglo pasado. En esta novela, el escritor vallecaucano narra cómo se vivió en Tuluá esa violencia que se desencadenó después del asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948. A través de un personaje central, León María Lozano, que tenía un puesto de venta de quesos en la galería, Alvarez Gardeazábal estructura un relato que, por su fuerza narrativa, hace que el interés del lector se mantenga a medida que avanza en la lectura. 

“Cóndores no entierran todos los días” es la historia de un pueblo que en la novela adquiere características de personaje colectivo, toda vez que el narrador les recuerda a los pobladores, a cada instante, un pasado que por estar teñido de sangre no debe ser olvidado. Esas muertes empezaron cuando fue asesinado de cinco disparos Rosendo Zapata, el 22 de octubre de 1949. Fue “el primer muerto oficial”. Todo porque hasta ese momento la gente no se había querido convencer de que los muertos que aparecían tirados en la calle eran todos de Tuluá. Los hombres de León María Lozano asesinaban de un tiro en la nuca al principio, y después a puñaladas. Luego abandonaban los cadáveres en las calles, sin papeles de identidad. Nadie reconocía los cuerpos, que eran tirados en una fosa común después de que, pasados varios días, no eran reclamados en el anfiteatro. 

León María Lozano obtuvo el puesto para la venta de quesos en la galería de Tuluá porque Gertrudis Potes, una aguerrida mujer de filiación liberal, le ayudó para que el alcalde se lo adjudicara. Le consiguió una tarjeta de identidad falsa y una  cédula electoral, y en una reunión con el mandatario le ordenó que el puesto de quesos tenía que ser para el hijo de don Benito Lozano, el contador del ferrocarril. Hasta ese momento León María venía trabajando como vendedor en  la librería de don Marcial Gardeazábal, a donde ingresó como mensajero. Con estudios apenas hasta cuarto de primaria, jamás pensó que algún día tendría tanto poder como el que llegó a tener después de que aceptó servirles a los jefes conservadores. “El partido tendrá en mi a su más ferviente defensor”, les dijo. 

El Cóndor se convirtió en héroe después de que se enfrentó, acompañado de tres hombres armados con carabinas sin munición, a la turba que después del asesinato de Gaitán intentó incendiar el colegio de los salesianos. En Tuluá le reconocieron, durante mucho tiempo, esa acción. Sin embargo, nadie llegó a pensar que León María Lozano fuera el responsable de los muertos que, en las noches, dejaban tirados en las calles. Sobre todo por sus principios religiosos. Hombre de convicciones católicas - tanto que cuando envió a sus hijas a estudiar a Manizales le pidió al padre Ocampo que les echara la bendición -, asistía a misa de seis todos los días y el primer viernes de cada mes se le veía arrodillado en el confesionario, arrepintiéndose de sus pecados. 

“Cóndores no entierran todos los días” resume con calidad narrativa los hechos violentos que se vivieron en el norte del Valle durante los años finales de la hegemonía conservadora. Alvarez Gardeazábal se convierte, en este libro, en el notario que recoge toda la información sobre las atrocidades cometidas por los pájaros al mando de León María Lozano. El inventario de muertes no se queda solamente en datos estadísticos, sino que como investigador el autor descubre los secretos de muchos de esos asesinatos, la forma cómo se produjeron y el dolor que causaron. El retrato que el novelista hace del personaje central no deja en el lector ningún vacío. La vida del Cóndor está contada desde su nacimiento mismo hasta el día en que encuentra la muerte, en Pereira, el 10 de octubre de 1956, a manos de Simeón Torrente, el hijo del primer liberal que los pájaros asesinaron. 

Orhan Pamuk sostiene que el arte de la novela está en mostrar los hechos novelados del modo que los percibe el protagonista. En “Cóndores no entierran todos los días” León María Lozano no está contando la historia. Quien la cuenta es un narrador omnisciente que sabe combinar los tiempos para ubicar al lector en un tiempo presente mientras narra el pasado violento que vivió Tuluá. Así lo logra cuando narra la forma como fue asesinado Andrés Santacoloma, uno de los firmantes de la carta donde denunciaban al Cóndor como responsable de las muertes. Santacoloma fue apuñalado cuando, sentado en una mecedora, leía el periódico. Su cuerpo fue sacado de la casa. Amarrado al carro azul, sin placas, de los asesinos, fue arrastrado por las calles hasta que el lazo se reventó. Quedó tendido en el parque Boyacá, donde fue recogido  por su esposa.  

El Cóndor nunca apretó el gatillo para asesinar a una persona. Todo lo hacían sus hombres. Una vez que estuvo a punto de matar a Simeón Torrente, con un cuchillo que guardaba en un bolsillo del pantalón, lo impidió don Julio Caicedo Palau, al arrebatarle el arma. Nunca, tampoco, ordenó asesinar a una mujer. Su credo conservador se lo impedía. Cuando asesinaron, sin orden suya, a Angelina Trujillo, con sentimientos de culpa optó por enviarle, semanalmente, un mercado. Luego le hizo colocar un hijo en la contraloría del Valle. Por esta razón, no tomó represalias contra Gertrudis Potes, la mujer que le había conseguido el puesto de quesos, cuando ella firmó la carta enviada a El Tiempo. Llevando siempre en su mano el bastón de plata, ella lo desafió pegando en los árboles del parque Boyacá unos letreros donde pedía que se pusiera fin a tanta muerte. 

Hace poco se lanzó la edición conmemorativa de los 40 años de publicación de la novela que catapultó a Gustavo Alvarez Gardeazábal como un talentoso narrador. En 40 años, esta es la tercera lectura que este analista hace de “Cóndores no entierran todos los días”, Y, a decir verdad, en cada lectura encuentro una obra más fresca, con nuevos significados literarios, más ambiciosa técnicamente. El autor no se detiene en el registro de esas muertes que llenan el libro desde la primera página, sino que muestra en pinceladas afortunadas cómo el miedo se apoderó de los habitantes de Tuluá. Tanto, que hubo un día en que cerraron todos los almacenes de la calle Sarmiento. Los asesinatos eran ordenados por León María Lozano desde una mesa en el Happy Bar, el sitio que escogió como punto de encuentro con quienes los ejecutaban.

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