Por JOSE MIGUEL ALZATE
La novelística de la
violencia en Colombia dejó un libro, “Cóndores no entierran todos los días”, escrito
por Gustavo Alvarez Gardeazábal, que con el correr de los años se ha convertido
en clásico de una literatura que recoge, como testimonio histórico, esa época
aciaga que vivió el país en la década del cincuenta del siglo pasado. En esta
novela, el escritor vallecaucano narra cómo se vivió en Tuluá esa violencia que
se desencadenó después del asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, el
9 de abril de 1948. A través de un personaje central, León María Lozano, que
tenía un puesto de venta de quesos en la galería, Alvarez Gardeazábal
estructura un relato que, por su fuerza narrativa, hace que el interés del
lector se mantenga a medida que avanza en la lectura.
“Cóndores no
entierran todos los días” es la historia de un pueblo que en la novela adquiere
características de personaje colectivo, toda vez que el narrador les recuerda a
los pobladores, a cada instante, un pasado que por estar teñido de sangre no
debe ser olvidado. Esas muertes empezaron cuando fue asesinado de cinco
disparos Rosendo Zapata, el 22 de octubre de 1949. Fue “el primer muerto
oficial”. Todo porque hasta ese momento la gente no se había querido convencer
de que los muertos que aparecían tirados en la calle eran todos de Tuluá. Los hombres
de León María Lozano asesinaban de un tiro en la nuca al principio, y después a
puñaladas. Luego abandonaban los cadáveres en las calles, sin papeles de
identidad. Nadie reconocía los cuerpos, que eran tirados en una fosa común
después de que, pasados varios días, no eran reclamados en el anfiteatro.
León María Lozano
obtuvo el puesto para la venta de quesos en la galería de Tuluá porque
Gertrudis Potes, una aguerrida mujer de filiación liberal, le ayudó para que el
alcalde se lo adjudicara. Le consiguió una tarjeta de identidad falsa y
una cédula electoral, y en una reunión
con el mandatario le ordenó que el puesto de quesos tenía que ser para el hijo
de don Benito Lozano, el contador del ferrocarril. Hasta ese momento León María
venía trabajando como vendedor en la librería
de don Marcial Gardeazábal, a donde ingresó como mensajero. Con estudios apenas
hasta cuarto de primaria, jamás pensó que algún día tendría tanto poder como el
que llegó a tener después de que aceptó servirles a los jefes conservadores.
“El partido tendrá en mi a su más ferviente defensor”, les dijo.
El Cóndor se
convirtió en héroe después de que se enfrentó, acompañado de tres hombres
armados con carabinas sin munición, a la turba que después del asesinato de
Gaitán intentó incendiar el colegio de los salesianos. En Tuluá le reconocieron,
durante mucho tiempo, esa acción. Sin embargo, nadie llegó a pensar que León
María Lozano fuera el responsable de los muertos que, en las noches, dejaban tirados
en las calles. Sobre todo por sus principios religiosos. Hombre de convicciones
católicas - tanto que cuando envió a sus hijas a estudiar a Manizales le pidió
al padre Ocampo que les echara la bendición -, asistía a misa de seis todos los
días y el primer viernes de cada mes se le veía arrodillado en el
confesionario, arrepintiéndose de sus pecados.
“Cóndores no
entierran todos los días” resume con calidad narrativa los hechos violentos que
se vivieron en el norte del Valle durante los años finales de la hegemonía
conservadora. Alvarez Gardeazábal se convierte, en este libro, en el notario
que recoge toda la información sobre las atrocidades cometidas por los pájaros
al mando de León María Lozano. El inventario de muertes no se queda solamente
en datos estadísticos, sino que como investigador el autor descubre los secretos
de muchos de esos asesinatos, la forma cómo se produjeron y el dolor que
causaron. El retrato que el novelista hace del personaje central no deja en el
lector ningún vacío. La vida del Cóndor está contada desde su nacimiento mismo
hasta el día en que encuentra la muerte, en Pereira, el 10 de octubre de 1956,
a manos de Simeón Torrente, el hijo del primer liberal que los pájaros
asesinaron.
Orhan Pamuk sostiene
que el arte de la novela está en mostrar los hechos novelados del modo que los
percibe el protagonista. En “Cóndores no entierran todos los días” León María
Lozano no está contando la historia. Quien la cuenta es un narrador omnisciente
que sabe combinar los tiempos para ubicar al lector en un tiempo presente
mientras narra el pasado violento que vivió Tuluá. Así lo logra cuando narra la
forma como fue asesinado Andrés Santacoloma, uno de los firmantes de la carta
donde denunciaban al Cóndor como responsable de las muertes. Santacoloma fue apuñalado
cuando, sentado en una mecedora, leía el periódico. Su cuerpo fue sacado de la
casa. Amarrado al carro azul, sin placas, de los asesinos, fue arrastrado por
las calles hasta que el lazo se reventó. Quedó tendido en el parque Boyacá,
donde fue recogido por su esposa.
El Cóndor nunca
apretó el gatillo para asesinar a una persona. Todo lo hacían sus hombres. Una
vez que estuvo a punto de matar a Simeón Torrente, con un cuchillo que guardaba
en un bolsillo del pantalón, lo impidió don Julio Caicedo Palau, al arrebatarle
el arma. Nunca, tampoco, ordenó asesinar a una mujer. Su credo conservador se
lo impedía. Cuando asesinaron, sin orden suya, a Angelina Trujillo, con
sentimientos de culpa optó por enviarle, semanalmente, un mercado. Luego le
hizo colocar un hijo en la contraloría del Valle. Por esta razón, no tomó
represalias contra Gertrudis Potes, la mujer que le había conseguido el puesto
de quesos, cuando ella firmó la carta enviada a El Tiempo. Llevando siempre en
su mano el bastón de plata, ella lo desafió pegando en los árboles del parque
Boyacá unos letreros donde pedía que se pusiera fin a tanta muerte.
Hace poco se lanzó la
edición conmemorativa de los 40 años de publicación de la novela que catapultó
a Gustavo Alvarez Gardeazábal como un talentoso narrador. En 40 años, esta es
la tercera lectura que este analista hace de “Cóndores no entierran todos los
días”, Y, a decir verdad, en cada lectura encuentro una obra más fresca, con
nuevos significados literarios, más ambiciosa técnicamente. El autor no se
detiene en el registro de esas muertes que llenan el libro desde la primera
página, sino que muestra en pinceladas afortunadas cómo el miedo se apoderó de
los habitantes de Tuluá. Tanto, que hubo un día en que cerraron todos los
almacenes de la calle Sarmiento. Los asesinatos eran ordenados por León María
Lozano desde una mesa en el Happy Bar, el sitio que escogió como punto de
encuentro con quienes los ejecutaban.
No hay comentarios:
Publicar un comentario