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sábado, 30 de octubre de 2010

40 años de gloria literaria


Por JOSE MIGUEL ALZATE

Muchos años después, frente al Rey Gustavo Adolfo de Suecia, el escritor Gabriel García Márquez había de recordar aquella tarde remota en que su esposa Mercedes Barcha lo acompañó hasta las oficinas del correo en Ciudad de México. Fue con ella a colocar, con destino a Editorial Sudamericana, el mamotreto donde había quedado fundido el trabajo de 18 meses de deslumbramiento literario. El paquete estaba dirigido a Francisco Porrúa. García Márquez era entonces un anónimo colombiano de 40 años de edad y una imaginación sorprendente, nacido en Aracataca, que soñaba con alcanzar algún día el éxito literario.

Con un bigote parecido al de Javier Solís, constitución delgada, rostro anguloso y cabello ensortijado, había llegado a Ciudad de México varios años atrás procedente de un país donde había descubierto, a temprana edad, el hechizo del lenguaje. Traía en su mente, madura ya, la idea de escribir una novela que lo catapultara como el más grande escritor latinoamericano de habla hispana. Era una historia que le rondaba en la cabeza desde los días lejanos en que su abuela Tranquilina Iguarán Cotes le contó las mágicas historias de un pueblo de calles polvorientas que en el sopor de las tres de la tarde escuchaba el sonido lúgubre de un tren que venía desde las bananeras.

El pálpito de escribir “Cien años de soledad” le llegó a Gabriel García Márquez la tarde del domingo 19 de febrero de 1950 cuando acompañaba a su madre, Luisa Santiaga Márquez Iguarán, en un viaje a Aracataca para vender la casa de los abuelos. Pero la epifanía lo asaltó una tarde del mes de junio de 1965 cuando, con su familia, se desplazaba en su pequeño vehículo marca Opel por la carretera que de Ciudad de México conduce al balneario de Acapulco. Inmediatamente se devolvió para encerrarse durante 18 meses en su casa con el fin de darle forma a ese mundo maravilloso que llenaba su mente.

Durante esos 18 meses de deslumbramiento literario el manejo de la economía familiar estuvo bajo la responsabilidad de Mercedes, su esposa. García Márquez le entregó cinco mil dólares para que realizara los gastos. Pero cuando la plata se acabó, ella empezó a empeñar los electrodomésticos. El escritor lo descubría cuando, después de las tres de la tarde, salía de su estudio para tomar aire. “¿Qué se hizo el televisor que estaba aquí?”, preguntaba. Y ella le contestaba: “Tuve que empeñarlo para poder subsistir”. La escena recuerda las vicisitudes que tiene que pasar Aureliano Buendía en “El Coronel no tiene quien le escriba” cuando, para poder comer mientras le llega la pensión, tiene que empeñar el radio transistor.

La tarde del 10 de diciembre de 1982, cuando recibió de manos del rey Gustavo Adolfo de Suecia el Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez recordaría con toda nitidez el momento en que, para cancelar el envío de los originales de “Cien años de soledad”, Mercedes sacó de su bolso los últimos pesos que le quedaban de la licuadora que había empeñado esa semana. “Sólo falta que esa novela no sirva”, dijo ella en un lenguaje donde se mezclaban, en perfecta armonía, la ilusión y el desengaño. Las esperanzas de redención económica estaban cifradas en ese manuscrito que enviaron a la editorial argentina en dos paquetes para que el porte saliera más barato.

Cuando en julio de 1965 se encerró en su casa de México para darle forma a “Cien años de soledad”, Gabriel García Márquez no pensó que cuarenta años después estaría recibiendo un homenaje de la magnitud del que por estos días le ha brindado su patria. Encerrado en su casa, huyendo talvez de las multitudes que lo asedian, celebrando sus ochenta años de edad en familia, debió sentirse orgulloso de saber que, gracias a su genio literario, está disfrutando la gloria en vida. Algo que, paradójicamente, no disfrutaron William Faulkner, Franz Kafka ni Virginia Wolf, sus maestros. En su encierro debió entender que las estirpes con talento humano no están condenadas a cien años de soledad porque ellas sí tienen una oportunidad sobre la tierra.

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